La música que escucha el pingüino rojo y sus cuates

LA MÚSICA QUE ESCUCHA EL PINGÜINO ROJO

Dedicatoria





Un pingüino rojo está dedicado a mi hermano Javier, porque me regaló mi primer libro y eso no se olvida; para mi mamá Alejandra, que supo desde el principio que tendría que batallar con mi carácter; para mi papá Fabián, al que apenas conocí pero todavía disfruto y quiero; para mamá Kika, que me malcrió (¡y me gustó!); para mi hermano Fabián y mis primos Alejandro, Gabriel y Willy, que nunca me dejaron solo en tantas y tantas travesuras; para mis hermanas Isabel, Berenice, María Elena y Cecy, que me conocen poco pero nos queremos mucho; para Patricia, Aida, Citlali, Alejandra y Gabriel flaco, primos que aceptaron tener un hermano mayor; para mis niñas Olivia, Ireri y Aranza, que aunque no me leen, están orgullosas de mí; para mis sobrinos Rodrigo, Fabiola, Andrea, Alexis, Angie, Andrei (con todo y mamá), Eduardo y Fabrizzio, por el miedo que tenían al "tío de lentes que inyecta y opera"; pero muy especialmente lo dedico a mis pacientitos que, en mi consultorio o en el hospital, me piden que les cuente uno de mis cuentos; y va también para todos aquellos que no se leen (porque ya es mucho rollo), pero saben que aquí están... Bienvenidos, pues y ¡comencemos la aventura! Nota: de última hora, la pequeña Camila Ixchel decidió acompañarnos... Otra nota: ahora se agregó Sofía Valentina y Austin Manuel. ¡Los amamos, campeones!

sábado, 18 de diciembre de 2010

XXV En busca del pingüino rojo: Como si el tiempo regresara.


¿En qué momento la barca dejó de responder a las maniobras de Jave? No lo sé. De buenas a primeras, como si fuera lo más natural del mundo, se apartó de la inmensidad del mar y se adentró por un caminito de agua delimitado a los lados por dos hileras de árboles de espeso follaje, que entrelazaban sus ramas en lo alto.
―Si ella no necesita de marineros que la lleven a buen puerto ―Jave soltó el timón, se encogió de hombros y vino a sentarse a mi lado―, entonces que se haga cargo de sus dos tripulantes.
La independencia de la barca no podía ser más oportuna, era un hecho que nos encontrábamos navegando en aguas del Río Salmón. Los ojos brillosos de Jave, el color sonrosado de sus mejilla, pero sobre todo el temblor de sus manos denotaban la emoción que lo embargaba. Era innegable que aun para un viajero experimentado como él ―que había ido de arriba abajo por el mundo― se mantenía intacta la posibilidad de ser sorprendido.
―Parece un río como cualquiera ―aventuré.
En efecto, así parecía, sólo que la tranquilidad del aguas no alcanzaba para explicar por qué nos alejábamos más y más del mar.
―¡Mira allá abajo! ―chilló Jave con la voz del chiquillo que acaba de desentrañar un misterio largamente acariciado―. ¡No es el agua la que nos impulsa, sino el lecho del río que fluye cuesta arriba!
Entonces vi la procesión de seres diminutos del agua, piedras, arena, montones de pequeñas plantas ... yendo en la misma dirección que nosotros.
―Es como si el tiempo, ahí materializado, regresara a su origen.

Imagen tomada de la red

jueves, 9 de diciembre de 2010

XXIV En busca del pingüino rojo: La Pingüina Astral

―Esta noche tú serás el capitán ―invitó Jave ―. Yo tomaré un buen sueño.
Como los antiguos marineros, los pingüinos navegamos atentos a la posición de las estrellas en el firmamento. Ya en el timón encomendé mi viaje a las constelaciones de Orión, Andrómeda, Osa Mayor, pero sobre todo a Osa Menor que, con su estrella Polar, señala el camino a los que van al Norte.
―¿Y de mí ya no te acuerdas? ―dijo una voz misteriosa.
Miré a mi alrededor pero no encontré a nadie.
―¿Quién eres? ―pregunté al vacío para no dejarme vencer por el miedo; sabía de historias que hablaban de monstruos marinos y de sirenas que enloquecían a los marineros con su canto.
―No temas. Soy quien guía siempre el camino a tu pueblo ―dijo la voz cayendo sobre mí como una tenue cascada de caricias.
Entonces reconocí a la Pingüina Astral titilando en el cielo del Sur.
―Sólo vengo a decirte, querido aventurero, que mientras creas en ti y en tu mente haya espacio para la imaginación, cada vez que vuelvas la mirada hacia mí encontrarás el camino de regreso a casa.
Considerada la más sabia de las aves, la Pingüina Astral se convirtió en constelación para vigilar desde allá arriba nuestro andar por los mares del Sur. Decían los antiguos que no hay secreto de la Tierra que ella desconozca…
―¿Qué sabes tú de ese que llaman Río Salmón? ―le pregunté como si nada.
―Que es el único río que va del mar a la montaña, y quienes transitan por sus aguas encuentran la felicidad.
―¡Oh! ―me estremeceron sus palabras―. ¿Y cuál es la ruta para llegar a él?
―Al Río de la Felicidad no se le busca. Es él quien encuentra a los elegidos. Sólo puedo decirte que no está lejos. No esta vez...

Imagen tomada de la red.

sábado, 27 de noviembre de 2010

XXIII En busca del pingüino rojo: Un río que va del mar a la montaña

Aquel marinero solitario era Jave, el aventurero, que volvía a su patria después de andar por el mundo. Con sus ojos, decía, había visto todo, pero también nada, porque no siempre se ve lo que se quiere.
No preguntó por qué el rojo de mis plumas, y menos qué hacía un pingüino nadando en aguas tropicales. Me contó acerca de Marco Polo, viajero que llegó a regiones hasta entonces desconocidas; del capitán Nemo, que a bordo del Nautilus bajó a las profundidades del mar. Sin embargo, lo que más me sorprendió fue escuchar que justo ahora una nave debía estar despegando para ir a conquistar nuevas galaxias.
―A todo eso ―decía Jave en un tono melancólico― ni siquiera hemos sido capaces de recuperar el mundo fantástico que poco a poco perdimos.
Me platicó que los pigmeos twa de África Central, los esquimales de las regiones árticas de América y Groenlandia y los descendientes rapanui de la isla de Pascua ―de donde venía en ese momento― pregonaban que la búsqueda acabaría cuando alguien encontrara el Río Salmón, aquel va del mar a la montaña.
―Según tengo entendido, todos los ríos van a parar al mar ―repuse.
―Fue lo mismo que yo dije a los sabios de aquellas tribus, pero se reían y se tapaban los ojos. “El hombre que ve solamente con los ojos está completamente ciego”.
Embelesado por las palabras de Jave, el tiempo parecía transcurrir más de prisa. Aun los barcos que pasaban cerca de nosotros semejaban pesadas ilusiones a las que veíamos desaparecer en la distancia. En mi no había cansancio y nadaba a ratos, pero más me gustaba ir al timón de la barcaza de mi nuevo y único amigo.

Imagen de Silvana Miller: Velas en luz.

domingo, 21 de noviembre de 2010

XXII En busca del pingüino rojo: Al Norte, siempre al Norte


Un día de verano, cuando el grupo de pingüinos echó a andar en dirección a la tierra donde nacimos, supe que yo no tenía nada que ver por allá y caminé en dirección contraria. Si alguno de mis camaradas volteó por curiosidad, no me di cuenta: ante mí había tanto que ver, que no quería enredarme en los recuerdos. "Al Norte, siempre al Norte", susurraba en mi cabeza una vocecita cantarina.
Generalmente nadado en paralelo a la costa otras veces caminando por las playas―, me aparté de las tierras frías del Polo Sur. La agradable sensación del agua templada en mi cuerpo hacía que el cansancio apenas se sintiera. Además, quizás por efecto de la misma temperatura, mis plumas antes negras, comenzaban a cambiar. Por momentos parecían desteñidas, luego pálidas y amarillentas o con un tono pajizo y acanelado. (¿Qué pensaría la parvada si me viera? Ya bastante extraño era que no estuviera con ellos, pero en fin.)
Una mañana mientras cruzaba por el Ecuador, se me emparejó una pequeña embarcación. Había visto muchas; sabía de la sorpresa de la gente al verme nadando tan lejos de mi tierra, pero había algo extraño en su único tripulante.
―¡Guao, un pingüino rojo! ―dijo el hombre al timón.

Imagen tomada de la red.

domingo, 14 de noviembre de 2010

XXI En busca del pingüino rojo: El pingüino rojo nos cuenta

Todo el mundo sabe cómo son y de dónde vienen los pingüinos, comenzó a decir nuestro rojo anfitrión. He aquí que un día me encontré extraviado en medio de miles y miles de hermanos. Por circunstancias que entonces no entendía, mamá no aparecía por ninguna parte. Por más que la llamaba para que viniera a mi lado, mi súplica era inútil. No pocas veces me pareció verla en las otras madres que, asustadas, estrechaban a sus críos y me señalaban hacia el resto de la parvada, invitándome a seguir buscando.
Pronto me di cuenta que estaba solo, que aunque todos nos parecíamos en aquel lugar, éramos unos completos extraños. A simple vista yo no veía diferencia entre nosotros, pero al parecer ellos sí. El pico, el color de las plumas, el chillido, la forma de caminar… eran los mismos. Sin que me diera cuenta, parecía que para aquel grupo mi color nunca hubiera sido negro y blanco, como el suyo…
Aún mis antiguos compañeros de juego y aventuras me evitaban.

Imagen tomada de la red.

sábado, 23 de octubre de 2010

XX En busca del pingüino rojo: Yo aquí me quedo

A mis pacientitos
César Rodrigo Sánchez
y Samantha, su hermana,
que le lee esta historia.

―Yo aquí me quedo ―dijo Piecillos decidido.
―¿Estás seguro?
―¿Dónde podría estar mejor? Allá arriba ya ni siquiera hay animales. Nadie necesita de un huellero.
Tenía razón.
―Sabia decisión, querido amigo ―reconocí, comenzando a extrañarlo.
Todo este tiempo, el pingüino escuchaba en silencio nuestra charla. Era como si para él nada fuera sorpresa.
―Hay algo que me preocupa ―dije dirigiéndome esta vez a nuestro anfitrión―: ¿Qué le voy a decir a los miembros de la expedición cuando regrese? ¿Cómo los voy a convencer de volver a la ciudad con las manos vacías? En especial al señor Oliver y a Jave, el aventurero.
El pingüino abrió sus ojitos como si denotara extrañeza. Luego agregó:
―En el desierto todo puede pasar.
Sus palabras me hicieron estremecer.
―No estarás pensando que...
―¿Que suceda al grupo una desgracia? No mi amigo, ¡en qué cabeza cabe semejante suposición! Nosotros somos animales, no humanos (aunque hay sus nobles excepciones, desde luego). Me refería a que el desierto es traicionero y fácilmente trastoca realidad e irrealidad. Además Jave…
―Jave qué…
―Está con nosotros: fue el primer explorador que llegó y decidió quedarse. Parte de la magia que aquí se vive ha sido rescatada por cada uno de aquellos que, cansados de su realidad, vienen acá a imaginar lo que siempre han deseado. Yo mismo hace tiempo no existía. ¿Quién pensaría en un pingüino rojo, sin que se le tache de loco?
Entonces nos contó que él había nacido de la imaginación...

domingo, 3 de octubre de 2010

XIX En busca del pingüino rojo: Animales extintos

Bajo el Desierto de los Tepetates no sólo se podía regresar al pasado de la región donde crecimos, sino también al de otros sitios remotos. Esto lo supe por Piecillos que, experto huellero, reconoció en una ladera  a una manada de Bucardos o Cabra Montés Ibérica.* "¡Ahí va una parvada de Palomas Viajeras!"*, señaló hacia el cielo. “¡Esa que va adelante es Martha, la última que existió!”. Cuando de un bosque cercano salió una pareja de Osos Mexicanos*, sí que tuvimos miedo y nos refugiamos tras un roble, que un Pájaro Carpintero Imperial* picoteaba sin cesar. No sé por qué tenía la impresión que, desde una charca, un Sapo Dorado* se mofaba de nosotros.  El colmo de la emoción fue cuando por el río pasaron en veloz competencia un Alca o Pingüino Gigante*, una Foca Monje del Caribe* y un Baiji o Delfín del Río Chino*.
―Ni en sueños imaginé ver algún día a uno de estos animales ―suspiró Piecillos―. Cuando era niño, la abuela me contaba historias sobre de ellos. Luego íbamos al jardín y los buscábamos entre las formas de las nubes.
Entre la vegetación de aquel bosque había plantas con flores de deslumbrante belleza. Era, por así decirlo,  estar en el paraíso que nosotros jamás conocimos.


domingo, 26 de septiembre de 2010

XVIII En busca del pingüino rojo: No más, no más...

El pingüino rojo agitó sus alas, desperezándose.
―Síganme.
Caminamos hasta un sitio donde el río principal se bifurcaba en tres ramales que, vistos desde donde estábamos, parecían formar la  pata de un enorme pingüino. El tono cobrizo del suelo daba al lugar un extraño colorido.
Más allá de un bosque verde y tupido, asentado en un vallecito, se veía nuestro pueblo.
―No entiendo qué sucede ―dije verdaderamente confundido―. No recuerdo ningún bosque.
El pingüino soltó una carcajada, divertido.
―Todo está más claro que el agua cristalina de un manantial.
Busqué la mirada de Piecillos esperando su apoyo, pero él otrora huellero estaba perdido en la contemplación de una extraña pareja de iguanas azules.
―Nada de lo que estoy viendo me parece real.
―En eso, querido amigo, tienes razón. Nada de lo que ves desde aquí existe allá arriba. Por desgracia lo han dejado perder. No más, no más…

jueves, 9 de septiembre de 2010

XVII En busca del pingüino rojo: Exceso de naturaleza

Junto a un viejo sabino estaba parado un pajarillo rojo, de pico amarillo y patas palmeadas. Lo único que lo diferenciaba de un pingüino convencional era su color.
Sorprendidos por cómo se habían dado las cosas en el último trecho de la noche, Piecillos y yo ―antes locuaces y dicharacheros― nos encontramos de pronto mudos como un par de piedras.
(Bueno, al menos eso creíamos, pero ahí abajo hasta las piedras tienen vida.)
―Es la luz del día que vivimos aquí ―repitió el pingüino rojo, como si saboreara cada palabra.
Levanté la vista hacia el cielo (o donde yo suponía había uno) y todo era una claridad azulosa, muy parecida a la que conocíamos.
―Aquí no verás ningún sol ―agregó nuestro anfitrión―. Nuestra energía proviene de la que ustedes desperdician allá arriba. Y como pueden ver, con excelentes resultados.
―En sí... ¿dónde se supone que estamos? ― pregunté al fin, tragando saliva.
―Bajo el Desierto de los Tepetates, dónde más.
―Creo que estamos perdiendo la cordura ―susurré a un desorientado Piecillos más interesado en todo lo que estaba a nuestro alrededor que en la conversación o lo que pudiera venir después.
―No es de extrañar, querido amigo. Por fortuna no es así. El exceso de naturaleza a primera vista no siempre es comprensible. Ha habido quien, en efecto, enloquece y luego va por la vida sin saber dónde empieza la realidad. Pero al menos ustedes, se los aseguro, podrán superarlo. Por eso están aquí.

miércoles, 25 de agosto de 2010

XVI En busca del pingüino rojo: ―¡Sorprendente!

El miedo que tenía al caer por aquel agujero se convirtió en sorpresa y admiración al salir de la charca.
―¡Nunca imaginé que bajo las áridas rocas del desierto hubiera un paraíso como éste! ―musité―. Ni en sueños.
―Aquí está el río que falta allá arriba―dijo Piecillos emocionado.
La charca ―sin lugar a dudas un ojo de agua― se continuaba como un pequeño río que iba serpenteando entre dos cortinas de sabinos y fresnos, que a veces se entrelazaban. El piso estaba cubierto de hojarasca mullida y mechones de pasto húmedo, que lo hacían resbaladizo.
―¡Sorprendente! ―dije cayendo en la cuenta que allí abajo era día.
―¿Y esta luz de dónde viene? ―preguntó Piecillos, como si me hubiera leído el pensamiento.
―Sólo es el día eterno que vivimos aquí ―dijo una voz a nuestra espalda.
Por extraño que pareciera, habíamos olvidado el motivo por el que en ese momento estábamos ahí. Y no, no estábamos solos.

martes, 13 de julio de 2010

XV En busca del pingüino rojo: Con el corazón hecho un suspiro

―¡Parece que se los hubiera tragado la tierra!
Cual si las palabras de Piecillos fueran órdenes, se abrió un hoyo bajo nosotros. Instintivamente me hice bolita y esperé el golpe, que tardaba mucho en llegar.
―Leopold, ¿estás ahí? –escuché en la oscuridad la voz de Piecillos, que caía a mi lado.
―Sí –respondí con el corazón hecho un suspiro.
―¡Ves como tenía razón! –dijo con una emoción que yo no compartía.
Por primera vez desde que comenzamos esta aventura desee estar en casa roncando o soñando, listo a despertarme de un momento a otro. Entonces dimos contra lo que parecía ser el agua fría de una charca.
―Sí, tenías razón –me avergoncé un poco de mis miedos y seguí a Bartolino Piecillos fuera del agua.

sábado, 19 de junio de 2010

(José Saramago y Carlos Monsiváis)

José Saramago (Portugal, 16 de noviembre de 1922 - España, 18 de junio de 2010) escritor, novelista, poeta, periodista y dramaturgo portugués. En 1998 le fue concedido el Premio Nobel de Literatura. La Academia Sueca destacó su capacidad para "volver comprensible una realidad huidiza, con parábolas sostenidas por la imaginación, la compasión y la ironía".

Entre sus obras más conocidas se encuentran El evangelio según Jesucristo y Ensayo sobre la ceguera.



Carlos Monsiváis (Ciudad de México, 4 de mayo de 1938 – 19 de junio de 2010). Crítico e irónico, el autor fue según el poeta José Emilio Pacheco, el único escritor "que la gente reconoce en la calle". Fue un gran cronista de la vida cotidiana de los mexicanos, del arte y de sus personajes populares, escribió multitud de ensayos, un libro de fábulas, así como biografías de personajes que han dejado huella en la vida mexicana como Salvador Novo. entre otros.

Entre los premios que ganó se encuentran el Príncipe Claus que otorga Holanda (1998), la medalla Gabriela Mistral que entrega Chile (2001) y el Premio FIL de Literatura de Guadalajara de 2006, así como con un Doctorado Honoris Causa de la Universidad de Arizona (2006).

Algunos de sus libros son Yo te bendigo, vida, Días de guardar, Poesía mexicana del siglo XX, entre otros.

miércoles, 9 de junio de 2010

XIV: En busca del pingüino rojo: unos ojos en la noche

Al final de la jornada, del pingüino rojo sólo teníamos algunas huellas.
―Mañana será otro día –dijo el señor Oliver con el buen ánimo de siempre. En un rato, como todo el campamento, formaba parte del coro de ronquidos.
No supe a qué hora me quedé dormido, pero al despertar había ante mí unos ojos enormes y brillosos, que me miraban fijamente.
―¡Shichh! Soy yo, Piecillos…
―¡Ah! –respondí todavía asustado, al tiempo que la luna asomaba detrás de una nube y Piecillos me hacía la seña de que lo siguiera.
Me condujo al otro lado del campamento y me mostró no sólo una huella de pingüino, sino varias decenas; parece que mientras nosotros descansábamos, una parvada de gordos pájaros rojos se divertía a nuestras costillas.
―¡Es el colmo! ¡Parece que andaban por aquí como si nada! –se sonrió Piecillos.
Seguimos el rastro río arriba hasta la base de un peñasco, donde extrañamente, desapareció entre la arena.
―Qué raro –exclamó Piecillos, las manos cruzadas a la espalda y caminando en círculos.
―¿Será cosa de magia? –pregunté.
―¡Como si un pingüino rojo en el desierto fuera lo más natural del mundo!
―Sí, es cierto –respondí un tanto nervioso. ¿Por qué tenía la sensación de que alguien nos espiaba?

lunes, 17 de mayo de 2010

XIII En busca del pingüino rojo: Bartolino Piecillos

De estatura baja y ojos inquietos, Bartolino Piecillos era lo que se dice un "huellero". No había rastro de animal que no encontrara, sobre todo de conejo, coyote o tlacuache, animales que un día abundaron en la región y que él, siendo niño, seguía por diversión.
Cerró los ojos y las compuertas de su nariz aspiraron el viento calizo del desierto. “Es por allá”, se dijo y echó a andar por la orilla de lo que una vez fue un río caudaloso.
No era extraño ver que  alguien tocara a su puerta y le pidiera encontrar a su mascota extraviada. Una de las historias más extrañas que contaba era la de una anciana que quería recuperar a su cenzontle favorito. Y ahí estaba Piecillos de árbol en árbol, subiéndose a las azoteas y al campanario… para finalmente dar con el pajarillo entre las ramas de un fresno.
Resultaba curioso ver a aquella caravana en fila. Cuando Piecillos se detenía, los demás hacíamos lo mismo metros atrás. Pero las cosas se complicaban un poco cuando el rastro se perdía y debíamos desandar el camino. Luego de un rato de peregrinar sin rumbo, Bartolino se detuvo y nos llamó a su lado.
―¡He aquí una huella! –exclamó satisfecho.
―¡Es verdad! –concordamos emocionados.
Tenía razón: aquella pata marcada sobre la tierra era –después de la palabra de Jave- la primera manifestación que teníamos del extraño pingüino.

lunes, 3 de mayo de 2010

XII En busca del pingüino rojo: Un animal muy esquivo

Jave señaló un montículo de rocas junto al Arroyo Seco.
―Allí  lo vi.
 Como si fuera la señal que esperaba, Bartolino Piecillos se adelantó hasta el sitio indicado. Por un rato se le vio ir de un lado para otro, levantar un puñado de tierra y soltarlo lentamente para comprobar la dirección del viento.
―Es cierto, aquí estuvo. Aún percibo en el ambiente el aroma inconfundible a pollo asoleado–concluyó.
―¡Excelente, excelente! –lo alcanzó el señor Oliver, emocionado-. Llévame a donde está ese pajarito y tendrás a cambio un cinco por ciento más de sueldo.
Un rumor de voces broncas lo hizo reconsiderar la propuesta.
―Está bien, ¡cinco por ciento más para todos!
Piecillos agradeció la promesa con un gesto e indicó al grupo la distancia que debía mantener, pero sobre todo, pidió silencio.
―¡Algo me dice que estamos ante un animal muy esquivo!

sábado, 24 de abril de 2010

(José Emilio Pacheco: Premio Cervantes 2009)

Abrimos un paréntesis en nuestra historia para hacer un sencillo homenaje a José Emilio Pacheco, poeta, narrador, ensayista y traductor mexicano, nacido en Ciudad de México el 30 de junio de 1939, quien acaba de recibir el Premio Cervantes 2009.
Su obra poética se encuentra reunida bajo el título Tarde o temprano. Algunos de sus textos en prosa son El viento distante y otros relatos, Morirás lejos, El principio del placer y Batallas en el desierto.
Ha sido merecedor de prestigiosos premios como el XVIII Reina Sofía de Poesía, el Octavio Paz, el Pablo Neruda o el García Lorca, entre muchos otros.

He aquí una muestra de su quehacer poético:

MAR QUE AMANECE

En el alba navega el gran mar solo.
Alza su sed de nube vuelta espuma
y en la arena
duerme como las barcas.

De repente amanece,
gloria que se propaga, cotidiano
nacimiento del mundo.

El otro mar nocturno
bajo la sal ha muerto.

Tomado de TARDE O TEMPRANO [POEMAS 1958-2000], Fondo de Cultura Económica, 2000.

miércoles, 14 de abril de 2010

XI En busca del pingüino rojo: Por obra y arte de la casualidad

Pasaba del mediodía cuando llegamos a la falda de los cerros Pelones. El señor Olivier, empapado en sudor, parecía recién salido de una alberca.
—Tomemos un descanso –invitó.
Recostados bajo la  sombra escueta de los mezquites y huizaches, no pasó mucho tiempo para que se escucharan ronquidos por aquí y por allá. Sólo Jave permanecía despierto y me senté a su lado.
—¿Cuándo crees que lo veremos? –comencé la plática.
—En cuanto baje el calor, supongo. Estamos en su territorio.
Al ver la reverberación comprendí por qué no se veía un sólo animal a nuestro alrededor. 
—¿Cómo fue que diste con él? –proseguí.
Jave bebió un poco de agua de su cantimplora.
—Como tantas cosas en esta vida: por obra y arte de la casualidad.
Enseguida me contó que gustaba de ir por el mundo y un día, al buscar el pueblo de sus abuelos, de buenas a primeras se encontró solo en un desierto que no estaba registrado en los mapas.
—Sabía de la existencia de un río en cuyas márgenes se alzaba majestuoso un bosque. Ahí, contaba mi abuelo, abundan los venados y los osos negros, las aves de mil colores y trinos melodioso, pumas, linces... Sin embargo, estaba en el desierto, con un enorme y extraño pájaro rojo viniendo a mi encuentro. ¡Sí, señor: un pingüino rojo en medio del desierto!

viernes, 2 de abril de 2010

X En busca del pingüino rojo: Un cielo amarillo que sonríe

El sol terminó de asomarse tras las montañas del este y se posesionó de las alturas. Desperdigadas por el cielo del desierto, las nubes eran pequeñas manchas blanquecinas sobre un fondo azul amarillento. Cuánto me habría gustado ver una sola de esas nubes oscuras, gordas y espesas que pueblan el cielo veraniego de mi tierra. Sólo Dios sabía cuándo llovería en un lugar así.
—¡Leopold, Leopold! –escuché la voz de Donchón-. ¡Apúrate, muchacho!
A pesar de ser el más viejo de la expedición –y venir el último con la máquina de hacer hielo halada por un borrico-, Donchón estaba acostumbrado a caminar grandes distancias. No me di cuenta en qué momento me rebasó.
—¡Qué color tan extraño tiene el cielo!
—Será mejor que no voltees para arriba tan seguido –advirtió-. El cielo del desierto es engañoso, hace que los caminantes vean cosas extrañas y pierdan la razón. Mejor ve con los otros, no vaya ser que te nos pierdas.
Cielo del desierto, engañoso, cosas extrañas, perder la razón, apunté en mi libreta.
Quizá por curiosidad o por ignorancia, de vez en vez echaba una miradita a ese cielo amarillento que, un tanto burlón, no dejaba de sonreír y guiñarme un ojo.

miércoles, 24 de marzo de 2010

IX En busca del pingüino rojo: Isa Becerrilla, veterinaria: todos locos

Despuntada la mañana nos adentramos en la cáscara seca del desierto. La tierra árida se impuso de inmediato: el tiempo allí transcurría lento y pesado, como si lo fuéramos cargando.
—¿Cuánto falta? –preguntó el señor Oliver, empapado en sudor.
Jave, el explorador, señaló la distancia.
—Ya casi llegamos. Lo vi cerca de aquellos mogotes, donde los tepetates se repliegan.
Los ojos de todos miraron el punto señalado. Yo anoté en la libreta: Jave, mogotes, repliegues.
Isa Becerrilla, la veterinaria, se emparejó conmigo.
—No sé cómo me dejé embaucar –se sinceró-. Siempre me pareció una locura, pero ¡ve tú a saber en qué estaba pensando!
Era amiga de mamá y la conocía; su afición por los animales superaba cualquier aventura, por descabellada que ésta pareciera. Los perros y gatos de paso por el pueblo encontraban en su casa alimento y posada.
—¡Con la Naturaleza nunca se sabe! ¿Quién dice que no estamos ante uno de esos descubrimientos que hacen época? Así pasó con Charles Darwin –la animé.
Isa me miró como si me burlara de ella.
—¿En verdad lo crees?
—Desde luego.
Se rascó la oreja, pensativa.
—Tengo mis dudas, cosas así no suceden más que aquí –señaló su cabeza en la sien e hizo circulitos con el dedo índice.
Me hizo gracia su ocurrencia.
—En ese caso, querida Isa, todos estamos locos: ¡Heme aquí!
Y ante la mirada sorprendida del resto de la expedición, soltamos una carcajada que, por un rato, anduvo riendo sola por el desierto.
Ya más tranquilo, apunté en la libreta: Isa Becerrilla, veterinaria; todos locos… Sí, yo también.

lunes, 15 de marzo de 2010

VIII En busca del pingüino rojo: Cleofas y los astros

El camino terminaba abruptamente junto a una represa donde la luna, como un ojo gigante, parpadeaba desde su cielo de agua.
Allá adelante, encogido en una sombra ceniza y arrugada, el Desierto de los Tepetates.
A nuestra espalda, la ciudad que no acababa de despertar.
Según Cleofas –el más viejo de los cargadores y aficionado a  esculcar los secretos de los astros-, una luna tan redonda como aquella sólo podía presagiar buenas nuevas.
—Lo siento aquí –señaló sus pies- en los callos y las coyunturas; y nunca me han fallado.
—Que así sea y tendrás un dos por ciento más de comisión –dijo el señor Oliver con un último bostezo entre los labios.
—¡Bienvenido! –agradeció Cleofas la propuesta.
Ante la mirada expectante del resto de la expedición, Oliver repuso:
—Si la fortuna sonríe para uno, podrá hacerlo para todos. ¡Tendrán su dos por ciento más!

martes, 9 de marzo de 2010

VII En busca del pingüino rojo: Mari Ve interrumpe el relato

—¿¡Un vendedor de helados!? –se extrañó Mari Ve.
—El desierto es caluroso –atajó Chivo.
—¡No me digas! –farfulló Camano.
—Pero las noches son muy frías.
—¡Ah…!
A una seña de Leopold todos guardaron silencio.
—Donchón era un reconocido nevero. Sus helados -en especial los de vainilla, limón y chocolate- gustaban tanto que  al pueblo llegaba gente de lugares remotos para probarlos. Pero esta vez no se trataba de llevar algo fresco para comer, sino que hubiera en el equipo un especialista del hielo. Ya saben: por aquello de que “los pingüinos son aves que viven en el Polo…, etc., etc.”
—Ahora entiendo –reconoció Mari Ve.
—Es lógico  –dijo Chivo.
—Mejor sigue contando la historia –se impacientó Camano.
—Pues bien, les cuento que el resto del equipo lo conformábamos un par de cargadores y yo, Leopold, encargado de tomar nota de todo lo que tuviera que ver con nuestra historia.

jueves, 4 de marzo de 2010

(Carlos Montemayor)

Abrimos un paréntesis en nuestra historia para recordar a Carlos Montemayor que nació en Parral, Chihuahua el 13 de junio de 1947 y murió en la Ciudad de México el 28 de febrero de 2010. Fue escritor, poeta, músico, cantante de ópera, políglota, defensor de los pueblos indígenas, ensayista, traductor… Ganó los premios Internacional Juan Rulfo y Xavier Villaurrutia, entre otros. Su novela más conocida es Guerra en el paraíso. De su libro de poesía Abril y otras estaciones tomé para ustedes el siguiente poema.

Dejo abiertas las puertas...

Dejo abiertas las puertas de la casa para que todos mis amigos,
con sus recuerdos y su dicha, con sus amores destruidos y
[persistentes,
lleguen con su risa y sus vasos desde el primer día de mi vida.
Dejo abiertas las puertas de la casa para esperar a mis padres en
medio de mi infancia
Y caminar de la mano con ellos por una mañana.
Dejo abiertas las puertas para que lleguen mis hijos con sus risas
[imborrables,
tropezando en innumerables vidas.
Para que lleguen las mujeres que he amado,
y decirles el tiempo que las esperé,
las tardes que las he comprendido.
Para que el viento inunde la casa, los libros, los muebles, los
[días,
oyendo todo lo que es posible.
Dejo abiertas las puertas de la casa
para estar siempre en el mundo.

Tomado de Abril y otras estaciones [1977-1989], México, Fondo de Cultura Económica.

miércoles, 3 de marzo de 2010

VI En busca del pingüino rojo: La expedición se prepara…

La expedición fue organizada con discreción. Oliver temía que algún oportunista se llevara su gloria y fortuna. Hombre de negocios, al fin y al cabo, hizo que Jave firmara un documento de confidencialidad, con la promesa que, llegado el momento, lo recompensaría como se merece.
—Aparte del dinero convenido, te pagaré con fama –atusó el largo bigote que daba a su persona un aire circunspecto-. Después de todo, tú lo viste primero.
Era aquel un grupo singular y heterogéneo (entiéndase como único y diverso, no vayan a creer los muy modernos que se trata de palabrejas de reciente invento), encabezado por el señor Oliver, empresario profesional; Bartolino Piecillos, huellero de coyotes y tlacuaches; Isa Becerrilla, veterinaria empírica, y Donchón, vendedor de helados…
—¡¿Qué?!...

domingo, 21 de febrero de 2010

V En busca del pingüino rojo: ¿Y quién es el señor Oliver?

El señor Oliver no era bueno ni malo, sólo un hombrecillo regordete aficionado a recolectar rarezas. Por ejemplo, soñaba con hallar al gato de tres pies del que habla la gente cuando dice: “¡No le busques tres pies al gato, muchachito!”; hacerse del pájaro pico de caracol, cuyos trinos evocan el murmullo del océano: o dar con el conejo canguro alado, capaz de saltar una montaña y volar de un continente a otro.
Contaban en el pueblo que cuando niño, Oliver pasaba el tiempo en compañía de su querida abuela Jano descubriendo en las nubes extraños animales, sólo vistos por ellos. Con el paso de los años bajó de las alturas y buscó en tierra los seres fantásticos que poblaban sus sueños.
En esas andaba el día que Jave, el aventurero, regresó a la ciudad y le contó sus aventuras por el desierto.
Mientras preparaba la expedición, el señor Oliver no dejaba de pensar en cuál sería el mejor nombre para un pingüino plumirrojo.
—Lo llamaré Marte, en honor al planeta colorado donde, según las crónicas, habitan los marcianos.

martes, 16 de febrero de 2010

IV En busca del pingüino rojo: Leopold, el contador de historias

En ese entonces yo era joven y desconocía muchas cosas de la vida. Cuando el señor Oliver me habló de un pingüino rojo del desierto, pensé que el hombrecillo bonachón y de bigote puntiagudo me gastaba una broma. Sin embargo, al pedirme ser parte de la expedición que iría tras él, las cosas cambiaron. “Nada es imposible”, me dije buscando la explicación lógica que los adultos necesitan para creer: “Quizá la Naturaleza se cansó de la estupidez de los humanos, quienes a su vez están hartos de una madre generosa como ella, ¿si no cómo explicar su empeño en destruirla? En fin…”
—¿Aceptas? ¿Contarás nuestra proeza?
—Sí –acepté sin preocuparme por honorarios o reconocimientos.
Cuando eres joven la aventura es lo primero.

martes, 9 de febrero de 2010

III En busca del pingüino rojo: ¿Un pingüino del Polo Norte?

Casi todo mundo sabe de dónde vienen los pingüinos, lo que no impide que algún cábula ande por ahí preguntando cuáles son las diferencias entre los pingüinos del Polo Sur y los del polo Norte.
(Se escuchan risitas perspicaces.)
Puede causarles gracia, pero todavía hay quien muerde el anzuelo. Por eso, para que nunca los agarren en cuerva, dejemos en claro una cosa:
—¿De-dónde-vienen-los-pingüinos que todos conocemos?
—¡Del Polo Sur! –respondieron los niños en un solo grito.
Perfecto, ya sabía que es un grupo de chicos y chicas inteligentes. Comprobado lo anterior, continuemos con nuestra historia.

viernes, 5 de febrero de 2010

II En busca del pingüino rojo: Chivo, Camano y otros cuates

—No existen pingüinos rojos, son negros con blanco y medio cafecitos, ¡eh! -protestó Chivo.
Los otros niños lo miraron sorprendidos de su sapiencia.
Sólo Camano, que gustaba de llevar la contra, espetó:
—¿Y qué? En los cuentos todo se vale.
—Sí –dijeron unos.
—¡Ah…! –dijeron otros.
—Pues a mí se me hace muy jalado de los pelos –se defendió Chivo.
—Es verdad –dijeron unos.
—¡Umh!… -dijeron otros.
Y allí estaba el grupito de amigos dividido en dos bandos, cada cual con un punto de vista y olvidando que el motivo de estar reunidos era escuchar la historia del pingüino rojo.
—¡Niños! ¡Niños! –intervino Leopold, el contador de historias-. No tiene caso discutir, lo podrán hacer cuando crezcan. ¿Quieren saber lo que sigue?
—¡Sí! –gritaron todos juntos.
—Entonces guarden silencio y escuchen el resto de la historia…

miércoles, 3 de febrero de 2010

I En busca del pingüino rojo: El señor Oliver

El señor Oliver abrió tanto los ojos que estos estuvieron a punto de salirse de sus cuencas.
—¿¡Un pingüino rojo…!? -preguntó, exclamó e imaginó las enormes filas de gente a las afueras del zoológico, el encabezado de los diarios, el Premio Nobel… al descubridor del animal más extraño sobre la faz de la Tierra.
—Un pingüino rojo del desierto –confirmó Jave, el aventurero, serio en sus palabras.
El señor Oliver se aflojó la corbata de moñito -que usaba desde niño-, observó al cielo con mirada de becerrito satisfecho y parpadeó como deslumbrado por la luz del sol. Luego se desmayó, convencido que era la fortuna que hoy llamaba a su puerta.

El pingüino rojo en el mundo