La música que escucha el pingüino rojo y sus cuates

LA MÚSICA QUE ESCUCHA EL PINGÜINO ROJO

Dedicatoria





Un pingüino rojo está dedicado a mi hermano Javier, porque me regaló mi primer libro y eso no se olvida; para mi mamá Alejandra, que supo desde el principio que tendría que batallar con mi carácter; para mi papá Fabián, al que apenas conocí pero todavía disfruto y quiero; para mamá Kika, que me malcrió (¡y me gustó!); para mi hermano Fabián y mis primos Alejandro, Gabriel y Willy, que nunca me dejaron solo en tantas y tantas travesuras; para mis hermanas Isabel, Berenice, María Elena y Cecy, que me conocen poco pero nos queremos mucho; para Patricia, Aida, Citlali, Alejandra y Gabriel flaco, primos que aceptaron tener un hermano mayor; para mis niñas Olivia, Ireri y Aranza, que aunque no me leen, están orgullosas de mí; para mis sobrinos Rodrigo, Fabiola, Andrea, Alexis, Angie, Andrei (con todo y mamá), Eduardo y Fabrizzio, por el miedo que tenían al "tío de lentes que inyecta y opera"; pero muy especialmente lo dedico a mis pacientitos que, en mi consultorio o en el hospital, me piden que les cuente uno de mis cuentos; y va también para todos aquellos que no se leen (porque ya es mucho rollo), pero saben que aquí están... Bienvenidos, pues y ¡comencemos la aventura! Nota: de última hora, la pequeña Camila Ixchel decidió acompañarnos... Otra nota: ahora se agregó Sofía Valentina y Austin Manuel. ¡Los amamos, campeones!

jueves, 9 de septiembre de 2010

XVII En busca del pingüino rojo: Exceso de naturaleza

Junto a un viejo sabino estaba parado un pajarillo rojo, de pico amarillo y patas palmeadas. Lo único que lo diferenciaba de un pingüino convencional era su color.
Sorprendidos por cómo se habían dado las cosas en el último trecho de la noche, Piecillos y yo ―antes locuaces y dicharacheros― nos encontramos de pronto mudos como un par de piedras.
(Bueno, al menos eso creíamos, pero ahí abajo hasta las piedras tienen vida.)
―Es la luz del día que vivimos aquí ―repitió el pingüino rojo, como si saboreara cada palabra.
Levanté la vista hacia el cielo (o donde yo suponía había uno) y todo era una claridad azulosa, muy parecida a la que conocíamos.
―Aquí no verás ningún sol ―agregó nuestro anfitrión―. Nuestra energía proviene de la que ustedes desperdician allá arriba. Y como pueden ver, con excelentes resultados.
―En sí... ¿dónde se supone que estamos? ― pregunté al fin, tragando saliva.
―Bajo el Desierto de los Tepetates, dónde más.
―Creo que estamos perdiendo la cordura ―susurré a un desorientado Piecillos más interesado en todo lo que estaba a nuestro alrededor que en la conversación o lo que pudiera venir después.
―No es de extrañar, querido amigo. Por fortuna no es así. El exceso de naturaleza a primera vista no siempre es comprensible. Ha habido quien, en efecto, enloquece y luego va por la vida sin saber dónde empieza la realidad. Pero al menos ustedes, se los aseguro, podrán superarlo. Por eso están aquí.

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El pingüino rojo en el mundo