La música que escucha el pingüino rojo y sus cuates

LA MÚSICA QUE ESCUCHA EL PINGÜINO ROJO

Dedicatoria





Un pingüino rojo está dedicado a mi hermano Javier, porque me regaló mi primer libro y eso no se olvida; para mi mamá Alejandra, que supo desde el principio que tendría que batallar con mi carácter; para mi papá Fabián, al que apenas conocí pero todavía disfruto y quiero; para mamá Kika, que me malcrió (¡y me gustó!); para mi hermano Fabián y mis primos Alejandro, Gabriel y Willy, que nunca me dejaron solo en tantas y tantas travesuras; para mis hermanas Isabel, Berenice, María Elena y Cecy, que me conocen poco pero nos queremos mucho; para Patricia, Aida, Citlali, Alejandra y Gabriel flaco, primos que aceptaron tener un hermano mayor; para mis niñas Olivia, Ireri y Aranza, que aunque no me leen, están orgullosas de mí; para mis sobrinos Rodrigo, Fabiola, Andrea, Alexis, Angie, Andrei (con todo y mamá), Eduardo y Fabrizzio, por el miedo que tenían al "tío de lentes que inyecta y opera"; pero muy especialmente lo dedico a mis pacientitos que, en mi consultorio o en el hospital, me piden que les cuente uno de mis cuentos; y va también para todos aquellos que no se leen (porque ya es mucho rollo), pero saben que aquí están... Bienvenidos, pues y ¡comencemos la aventura! Nota: de última hora, la pequeña Camila Ixchel decidió acompañarnos... Otra nota: ahora se agregó Sofía Valentina y Austin Manuel. ¡Los amamos, campeones!

miércoles, 24 de marzo de 2010

IX En busca del pingüino rojo: Isa Becerrilla, veterinaria: todos locos

Despuntada la mañana nos adentramos en la cáscara seca del desierto. La tierra árida se impuso de inmediato: el tiempo allí transcurría lento y pesado, como si lo fuéramos cargando.
—¿Cuánto falta? –preguntó el señor Oliver, empapado en sudor.
Jave, el explorador, señaló la distancia.
—Ya casi llegamos. Lo vi cerca de aquellos mogotes, donde los tepetates se repliegan.
Los ojos de todos miraron el punto señalado. Yo anoté en la libreta: Jave, mogotes, repliegues.
Isa Becerrilla, la veterinaria, se emparejó conmigo.
—No sé cómo me dejé embaucar –se sinceró-. Siempre me pareció una locura, pero ¡ve tú a saber en qué estaba pensando!
Era amiga de mamá y la conocía; su afición por los animales superaba cualquier aventura, por descabellada que ésta pareciera. Los perros y gatos de paso por el pueblo encontraban en su casa alimento y posada.
—¡Con la Naturaleza nunca se sabe! ¿Quién dice que no estamos ante uno de esos descubrimientos que hacen época? Así pasó con Charles Darwin –la animé.
Isa me miró como si me burlara de ella.
—¿En verdad lo crees?
—Desde luego.
Se rascó la oreja, pensativa.
—Tengo mis dudas, cosas así no suceden más que aquí –señaló su cabeza en la sien e hizo circulitos con el dedo índice.
Me hizo gracia su ocurrencia.
—En ese caso, querida Isa, todos estamos locos: ¡Heme aquí!
Y ante la mirada sorprendida del resto de la expedición, soltamos una carcajada que, por un rato, anduvo riendo sola por el desierto.
Ya más tranquilo, apunté en la libreta: Isa Becerrilla, veterinaria; todos locos… Sí, yo también.

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