La huerta de papá Alejo estaba a la salida del pueblo, junto al panteón municipal. Los higos y las granadas se daban muy bien; lo mismo que los duraznos, que mis tíos se empeñaban en injertar con ciruela. De entre todos los árboles del pequeño huerto sobresalía un nogal: alto, majestuoso, al lado de una zanja por la que todo el año corría agua. En época de calor, la sombra del nogal invitaba a recargarse en su tronco, sacarse los zapatos y meter los pies en el agua. Sin embargo, los escasas nueces que brotaban de aquel hermoso árbol estaban vanas; y las que lograban madurar, eran insípidas. Un día pregunté a papá Alejo cuál era la razón de aquello. Los muertos a veces son caprichosos, hijo, y dan sus cuerpos sólo a las plantas que ellos quieren, me respondió.
Imagen: tomada de la red.