La música que escucha el pingüino rojo y sus cuates

LA MÚSICA QUE ESCUCHA EL PINGÜINO ROJO

Dedicatoria





Un pingüino rojo está dedicado a mi hermano Javier, porque me regaló mi primer libro y eso no se olvida; para mi mamá Alejandra, que supo desde el principio que tendría que batallar con mi carácter; para mi papá Fabián, al que apenas conocí pero todavía disfruto y quiero; para mamá Kika, que me malcrió (¡y me gustó!); para mi hermano Fabián y mis primos Alejandro, Gabriel y Willy, que nunca me dejaron solo en tantas y tantas travesuras; para mis hermanas Isabel, Berenice, María Elena y Cecy, que me conocen poco pero nos queremos mucho; para Patricia, Aida, Citlali, Alejandra y Gabriel flaco, primos que aceptaron tener un hermano mayor; para mis niñas Olivia, Ireri y Aranza, que aunque no me leen, están orgullosas de mí; para mis sobrinos Rodrigo, Fabiola, Andrea, Alexis, Angie, Andrei (con todo y mamá), Eduardo y Fabrizzio, por el miedo que tenían al "tío de lentes que inyecta y opera"; pero muy especialmente lo dedico a mis pacientitos que, en mi consultorio o en el hospital, me piden que les cuente uno de mis cuentos; y va también para todos aquellos que no se leen (porque ya es mucho rollo), pero saben que aquí están... Bienvenidos, pues y ¡comencemos la aventura! Nota: de última hora, la pequeña Camila Ixchel decidió acompañarnos... Otra nota: ahora se agregó Sofía Valentina y Austin Manuel. ¡Los amamos, campeones!

domingo, 28 de septiembre de 2014

El Bosque Secreto (2)

Cuando desperté, papá no estaba. Tuve mucho miedo y quise gritarle que volviera, pero eso habría asustado a los animales fantásticos que vinimos a buscar. Entonces vi delante de mí a un ser enorme: las nubes le llegaban a las rodillas y el sol parecía al alcance de sus manos.
—No te asustes —me dijo con una vocecita de trueno contenido—: en este instante, tu padre sigue de cerca el rastro del último unicornio que vive en el bosque; volverá más tarde. Somos viejos amigos y me pidió que te hiciera compañía.
El gigante me contó que en sus momentos de soledad, que eran muchos porque el tiempo allí iba más lento (un segundo suyo equivalía a un año de nosotros), no le habría importado ser una partícula del viento que le picaba en la nariz o ir en busca de otros gigantes. Veía a las parvadas de aves que anidaban en su barba e imaginaba ser una de ellas.
—O de menos ser uno de esos seres diminutos, como tú, que suben en fila hasta mi cabeza y al partir se llevan trocitos de mi pelo. ¿Qué caso tiene ser tan grande y estar detenido o perdido en el tiempo? —me decía.
El gigante no recordaba que alguna vez se hubiera apartado un solo paso del sitio en donde estaba.
Lo miré con atención y vi que todo pasaba junto a él: el sol, la luna, las estrellas, la noche y el día; las aves y los bichos, como nos llamaba, que a veces lo visitaban.
—¿Entonces qué soy?, ¿qué hago aquí?, te preguntarás. Para la mayoría de la gente soy tan solo una montaña,  como aquellas que vez a la distancia. Para algunos elegidos, soy un gigante.

El pingüino rojo en el mundo