La música que escucha el pingüino rojo y sus cuates

LA MÚSICA QUE ESCUCHA EL PINGÜINO ROJO

Dedicatoria





Un pingüino rojo está dedicado a mi hermano Javier, porque me regaló mi primer libro y eso no se olvida; para mi mamá Alejandra, que supo desde el principio que tendría que batallar con mi carácter; para mi papá Fabián, al que apenas conocí pero todavía disfruto y quiero; para mamá Kika, que me malcrió (¡y me gustó!); para mi hermano Fabián y mis primos Alejandro, Gabriel y Willy, que nunca me dejaron solo en tantas y tantas travesuras; para mis hermanas Isabel, Berenice, María Elena y Cecy, que me conocen poco pero nos queremos mucho; para Patricia, Aida, Citlali, Alejandra y Gabriel flaco, primos que aceptaron tener un hermano mayor; para mis niñas Olivia, Ireri y Aranza, que aunque no me leen, están orgullosas de mí; para mis sobrinos Rodrigo, Fabiola, Andrea, Alexis, Angie, Andrei (con todo y mamá), Eduardo y Fabrizzio, por el miedo que tenían al "tío de lentes que inyecta y opera"; pero muy especialmente lo dedico a mis pacientitos que, en mi consultorio o en el hospital, me piden que les cuente uno de mis cuentos; y va también para todos aquellos que no se leen (porque ya es mucho rollo), pero saben que aquí están... Bienvenidos, pues y ¡comencemos la aventura! Nota: de última hora, la pequeña Camila Ixchel decidió acompañarnos... Otra nota: ahora se agregó Sofía Valentina y Austin Manuel. ¡Los amamos, campeones!

sábado, 13 de julio de 2013

El taller de Maca (II): Una canica especial

Conocí a Maca el día que mi canica de la suerte cayó en una coladera.
—¡Imposible dejarla ahí! —me dijo un hombrecito que en ese momento pasaba por el lugar—. Sé de muy buena fuente que si no la recuperas, la mala suerte caerá sobre ti. No querrás que eso suceda.
Debía ser otro adulto que no recordaba que alguna vez fue niño. Pensé que trataba de asustarme y no le di importancia a sus palabras. No así a la pérdida de mi canica. Se preguntarán qué de importante puede tener una canica, que hay cientos, quizá miles como aquella. Y tienen razón, pero cuando uno se acostumbra a tirar con una canica, no la dejas hasta que se estrella o se hace pedacitos. Solo entonces le dices adiós y escoges otra.
—Intenta sacarla con ésto —me dijo el hombrecillo, ofreciéndome una cucharilla larga larga, que quien sabe de dónde sacó.
Cuando mi canica de la suerte estuvo fuera de la coladera, di las gracias al extraño y eché a correr en dirección a la escuela, pues la campana ya estaba llamando a formación.

Después sabría que aquel señor se llamaba Maca y que tenía un local en el portal que está frente al jardín. Un taller de reparación de mentiras.

El pingüino rojo en el mundo