Al ver ante nosotros a aquella enorme cascada nos preguntamos cómo haríamos para sortearla. A menos que existiera un pasaje subterráneo o que a la embarcación le brotaran alas, o que un gigante emergiera del fondo de la charca y nos llevara arriba..., aquello parecía el fin de nuestro viaje.
―No haremos nada ―dijo Jave―, hace rato que somos simples espectadores.
―No haremos nada ―respondí, pues no se me ocurría hacer nada. Por primera vez sentí un poco de envidia de las enormes y majestuosas alas de mi primo el albatros. Con ellas hubiera podido volar hasta la cima y ver lo que hay más allá. Quizás con un poco de esfuerzo hasta podría llevar a Jave a cuestas.
El silencio que se hizo me sacó de mi abstracción: el agua se había detenido en su caída.
―¡Ah! ―se escuchó una voz acuosa―. ¡Qué rico es dormir! ¡Pero más despertar!
Entonces lo vimos: la cascada no era más que un enorme gigante de agua que bostezaba y estiraba los brazos, salpicándonos a cada movimiento. El fondo de la charca, los pies.
―Es tan raro ver navegantes por aquí, que la mayor parte del tiempo la paso dormido ―dijo, acercando a nosotros su rostro transparente―. Soy Olí, el guardián de este río.
Jave le explicó por qué estábamos ahí. El gigante asintió.
―Los he estado esperando. La leyenda dice que cuando un hombre acompañado por un pájaro rojo de los mares del sur pase por aquí, el mundo perdido recobrará su forma bajo los desiertos. Sigan adelante y buena suerte.
Y como si la barca fuera de papel, Olí, el gigante de agua, la tomó entre sus manos y la condujo con nostros dentro hasta la cima de la cascada. Al volvernos vimos su mano, diciendo adiós.
Imagen de Juan Hierro.
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