Para mi padre, Fabián Ortiz Vega, hoy, a treinta y cuatro años....
Una mañana, la barca se detuvo junto al nicho rocoso de donde nace el río. El último trecho de nuestro viaje había terminado. Antes de bajar a tierra esperamos un momento para ver si había alguien más en ese sitio en apariencia deshabitado.
―No hay nadie ―advertí.
―Amigo ―dijo Jave― somos afortunados de tener todo esto para nosotros. Si tú piensas que este sitio se poblará solo, estás equivocado. ¡Anda, démosle vida!
Entonces no tenía muy claro cómo podríamos dar vida a un lugar inhóspito como aquel.
―¡Si tan solo hubiera una cueva donde resguardarnos del sol abrasador del desierto! ―musité, sudando copiosamente.
Como obedeciendo a mis palabras, la roca de donde manaba el río comenzó a elevarse hasta dar forma a una pequeña montaña hueca en su centro.
―Viajeros: pueden pedir y les será concedido ―dijo la roca con voz cavernosa―, pues han llegado al sitio donde los sueños y las ilusiones se hacen realidad. Cada visitante ―ya sea humano, animal u objeto― podrá vivir aquí la vida que no tiene en otro lado.
La roca primigenia nos dijo también que nosotros éramos los primeros en arribar, pero que vendrían otros y otros, hasta el día en que el mundo recuperara lo perdido.
―Y ustedes, viajeros incansables, así como fueron traídos por mí, serán los encargados de convocar a los nuevos habitantes. Desde luego, aquí estaré yo para cuando necesiten de un consejo.
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