La música que escucha el pingüino rojo y sus cuates

LA MÚSICA QUE ESCUCHA EL PINGÜINO ROJO

Dedicatoria





Un pingüino rojo está dedicado a mi hermano Javier, porque me regaló mi primer libro y eso no se olvida; para mi mamá Alejandra, que supo desde el principio que tendría que batallar con mi carácter; para mi papá Fabián, al que apenas conocí pero todavía disfruto y quiero; para mamá Kika, que me malcrió (¡y me gustó!); para mi hermano Fabián y mis primos Alejandro, Gabriel y Willy, que nunca me dejaron solo en tantas y tantas travesuras; para mis hermanas Isabel, Berenice, María Elena y Cecy, que me conocen poco pero nos queremos mucho; para Patricia, Aida, Citlali, Alejandra y Gabriel flaco, primos que aceptaron tener un hermano mayor; para mis niñas Olivia, Ireri y Aranza, que aunque no me leen, están orgullosas de mí; para mis sobrinos Rodrigo, Fabiola, Andrea, Alexis, Angie, Andrei (con todo y mamá), Eduardo y Fabrizzio, por el miedo que tenían al "tío de lentes que inyecta y opera"; pero muy especialmente lo dedico a mis pacientitos que, en mi consultorio o en el hospital, me piden que les cuente uno de mis cuentos; y va también para todos aquellos que no se leen (porque ya es mucho rollo), pero saben que aquí están... Bienvenidos, pues y ¡comencemos la aventura! Nota: de última hora, la pequeña Camila Ixchel decidió acompañarnos... Otra nota: ahora se agregó Sofía Valentina y Austin Manuel. ¡Los amamos, campeones!

sábado, 24 de abril de 2010

(José Emilio Pacheco: Premio Cervantes 2009)

Abrimos un paréntesis en nuestra historia para hacer un sencillo homenaje a José Emilio Pacheco, poeta, narrador, ensayista y traductor mexicano, nacido en Ciudad de México el 30 de junio de 1939, quien acaba de recibir el Premio Cervantes 2009.
Su obra poética se encuentra reunida bajo el título Tarde o temprano. Algunos de sus textos en prosa son El viento distante y otros relatos, Morirás lejos, El principio del placer y Batallas en el desierto.
Ha sido merecedor de prestigiosos premios como el XVIII Reina Sofía de Poesía, el Octavio Paz, el Pablo Neruda o el García Lorca, entre muchos otros.

He aquí una muestra de su quehacer poético:

MAR QUE AMANECE

En el alba navega el gran mar solo.
Alza su sed de nube vuelta espuma
y en la arena
duerme como las barcas.

De repente amanece,
gloria que se propaga, cotidiano
nacimiento del mundo.

El otro mar nocturno
bajo la sal ha muerto.

Tomado de TARDE O TEMPRANO [POEMAS 1958-2000], Fondo de Cultura Económica, 2000.

miércoles, 14 de abril de 2010

XI En busca del pingüino rojo: Por obra y arte de la casualidad

Pasaba del mediodía cuando llegamos a la falda de los cerros Pelones. El señor Olivier, empapado en sudor, parecía recién salido de una alberca.
—Tomemos un descanso –invitó.
Recostados bajo la  sombra escueta de los mezquites y huizaches, no pasó mucho tiempo para que se escucharan ronquidos por aquí y por allá. Sólo Jave permanecía despierto y me senté a su lado.
—¿Cuándo crees que lo veremos? –comencé la plática.
—En cuanto baje el calor, supongo. Estamos en su territorio.
Al ver la reverberación comprendí por qué no se veía un sólo animal a nuestro alrededor. 
—¿Cómo fue que diste con él? –proseguí.
Jave bebió un poco de agua de su cantimplora.
—Como tantas cosas en esta vida: por obra y arte de la casualidad.
Enseguida me contó que gustaba de ir por el mundo y un día, al buscar el pueblo de sus abuelos, de buenas a primeras se encontró solo en un desierto que no estaba registrado en los mapas.
—Sabía de la existencia de un río en cuyas márgenes se alzaba majestuoso un bosque. Ahí, contaba mi abuelo, abundan los venados y los osos negros, las aves de mil colores y trinos melodioso, pumas, linces... Sin embargo, estaba en el desierto, con un enorme y extraño pájaro rojo viniendo a mi encuentro. ¡Sí, señor: un pingüino rojo en medio del desierto!

viernes, 2 de abril de 2010

X En busca del pingüino rojo: Un cielo amarillo que sonríe

El sol terminó de asomarse tras las montañas del este y se posesionó de las alturas. Desperdigadas por el cielo del desierto, las nubes eran pequeñas manchas blanquecinas sobre un fondo azul amarillento. Cuánto me habría gustado ver una sola de esas nubes oscuras, gordas y espesas que pueblan el cielo veraniego de mi tierra. Sólo Dios sabía cuándo llovería en un lugar así.
—¡Leopold, Leopold! –escuché la voz de Donchón-. ¡Apúrate, muchacho!
A pesar de ser el más viejo de la expedición –y venir el último con la máquina de hacer hielo halada por un borrico-, Donchón estaba acostumbrado a caminar grandes distancias. No me di cuenta en qué momento me rebasó.
—¡Qué color tan extraño tiene el cielo!
—Será mejor que no voltees para arriba tan seguido –advirtió-. El cielo del desierto es engañoso, hace que los caminantes vean cosas extrañas y pierdan la razón. Mejor ve con los otros, no vaya ser que te nos pierdas.
Cielo del desierto, engañoso, cosas extrañas, perder la razón, apunté en mi libreta.
Quizá por curiosidad o por ignorancia, de vez en vez echaba una miradita a ese cielo amarillento que, un tanto burlón, no dejaba de sonreír y guiñarme un ojo.

El pingüino rojo en el mundo