I CHARLA CON UN PEZ
El árbol viajero se detuvo a la orilla del río. Se quitó la ropa y los incómodos zapatos que exigían las buenas costumbres y entró al agua a refrescarse. Agradecidas, las raíces se desenredaron y comenzaron a beber con la sed acumulada en varios días. Atraído por tan extraño visitante, se acercó un pez.
―¿Quién eres? ¡Jamás te había visto por aquí!
―Soy un árbol viajero. Acabo de llegar ―respondió el visitante, seguro del rumbo que toman las charlas con desconocidos.
Magnificado por el agua, pero sobre todo por la sorpresa de escuchar aquello, el rostro del pescado daba la impresión de ser el de un pez enorme.
―No sabía que hubiera árboles como tú ―y para demostrar que no era por ignorancia, agregó que conocía a cada uno de los árboles, arbustos y hierbas que habitaban las márgenes de su río―. Y conste que conozco desde el manantial donde nace el río en aquel cerro, hasta la cascada que se está río abajo. Si yo tuviera, digamos, unas alas, seguro que ya habría ido más lejos.
El árbol dijo que seguramente así sería y contó a su reciente amigo que hubo una época en que los árboles viajaban por el mundo, solos o en grupo. Pero que de tanto andar de un lado para otro, muchos ya no regresaban a su lugar de origen. Y así quedaron abandonadas grandes extensiones de tierra, como los desiertos y los polos.
―Era de esperarse que nadie quisiera vivir en las regiones muy frías o calurosas, y prefirieran zonas más benévolas. Poco a poco nuestros antepasados nómadas se acomodaron en bosques y sabanas, a orillas de pequeños y grandes ríos o, simplemente, en el lugar que más les agradaba. Acostumbrados a la buena vida y temiendo perder su lugar, decidieron echar raíces y no volver a cambiar de lugar.
Imagen tomada de la red.