La música que escucha el pingüino rojo y sus cuates

LA MÚSICA QUE ESCUCHA EL PINGÜINO ROJO

Dedicatoria





Un pingüino rojo está dedicado a mi hermano Javier, porque me regaló mi primer libro y eso no se olvida; para mi mamá Alejandra, que supo desde el principio que tendría que batallar con mi carácter; para mi papá Fabián, al que apenas conocí pero todavía disfruto y quiero; para mamá Kika, que me malcrió (¡y me gustó!); para mi hermano Fabián y mis primos Alejandro, Gabriel y Willy, que nunca me dejaron solo en tantas y tantas travesuras; para mis hermanas Isabel, Berenice, María Elena y Cecy, que me conocen poco pero nos queremos mucho; para Patricia, Aida, Citlali, Alejandra y Gabriel flaco, primos que aceptaron tener un hermano mayor; para mis niñas Olivia, Ireri y Aranza, que aunque no me leen, están orgullosas de mí; para mis sobrinos Rodrigo, Fabiola, Andrea, Alexis, Angie, Andrei (con todo y mamá), Eduardo y Fabrizzio, por el miedo que tenían al "tío de lentes que inyecta y opera"; pero muy especialmente lo dedico a mis pacientitos que, en mi consultorio o en el hospital, me piden que les cuente uno de mis cuentos; y va también para todos aquellos que no se leen (porque ya es mucho rollo), pero saben que aquí están... Bienvenidos, pues y ¡comencemos la aventura! Nota: de última hora, la pequeña Camila Ixchel decidió acompañarnos... Otra nota: ahora se agregó Sofía Valentina y Austin Manuel. ¡Los amamos, campeones!

jueves, 27 de enero de 2011

A la memoria del doctor José C. Soto C.

 
así, a la distancia, desde este mi refugio
apartado de hospitales, me acerco
y te saludo con el ánimo de siempre;
tú sabes que no soy de despedidas
a orillas de una cama
aunque me sangra el alma.

charlemos, pues, en calma,
quiero ser el escucha que gustaba
de hurgar en tus recuerdos
y tomaba para sí algunos ejemplos
(como aquellos mis primeros pasos de karate
donde el miedo se hizo flaco,
el sabor dulzón del moscatel u oporto,
o el olor de un libro del joven vargas llosa...)

podría conversar contigo días, meses, años...
porque no tengo palabras para decirte adiós
y no quiero doblegarme a la tristeza
-como tú no habrías querido que pasara-;
no reniego de la muerte ni maldigo
y con gusto acepto haber leído aquella carta
por mi libro, que no enviaste, mas deseabas;

anda tío, dame un abrazo,
como el último de los primeros de diciembre
en la boda de tu hijo, 
y llévate algo del amor de padre que me diste;
que los dos sabemos que la vida es una
y la vivimos, cada quien a su manera,
y si antes nos unió la sangre y el cariño,
hoy nos liga un veintisiete de enero compartido.

lunes, 17 de enero de 2011

XXVIII En busca del pingüino rojo: El regreso a casa

Para mi tío Came, pingüino rojo de nuestra familia.


El pinguino rojo sacudió sus alas y se desperezó.
―Esta es mi historia, querido Leopold, lo demás ya lo sabes.
―¡Nunca imaginé que Jave nos trajera acá por…!
―... porque han sido elegidos para contar al mundo que es momento de parar tanta destrucción, antes de que sea tarde. Les ha sido develado el secreto del río Salmón, así podrán volver acá cuando lo quieran.
―Yo aquí me quedo, ya les había dicho que... ―recordó Piecillos.
―Aquí serás de gran ayuda, amigo. Puedes quedarte.
―¿De verdad así lo quieres? ―pregunté.
―Sí. ¿Qué caso tiene buscar cuando no encontrarás nada?
―Sólo tengo una duda ―dije―. ¿Qué diré a mis compañeros? ¿Cómo les explicaré esta prolongada ausencia?
El pingüino soltó a una risita pegajosa.
―No olvides que aquí todo es posible. Acompáñame.
Fuimos hasta la roca donde nace el río Salmón. Ahí estaba la barca en la que Jave y él habían llegado. En su interior dormían como niños chiquitos Oliver, Don Chon, Isa Becerrilla… todos expedicionarios.
―¿Y si en este momento...?
―No despertarán hasta llegar al Calicanto. Entonces ya tendrás una buena historia qué contarles. Adiós, Leopold.
Me despedí de Piecillos y mis nuevos amigos y subí a la embarcación. Era momento de volver a casa.

Imagen tomada de Teodoro David Mauricio Ávalos: Puente Calicanto.

viernes, 14 de enero de 2011

Semblanza: Dr. José C. Soto C.

Hoy no quiero escribir un poema o un cuento, sino hacer la semblanza de una persona a la quiero mucho y de quien heredé el gusto por la medicina y la pasión por las artes. Me refiero al Dr. José C. Soto C.: tío, padre, padrino, maestro, hombre inteligente y gran amigo. A él dediqué Ángeles de barro, libro que mi hija Ireri le entregó hace poco menos de quince días (me habría gustado hacerlo personalmente, ¡pero de él aprendí también esa obsesiva responsabilidad por el trabajo!).

Realizó sus estudios en un seminario franciscano en la ciudad de Celaya y Querétaro. Siendo apenas un chiquillo dirigía ya la revista del colegio, donde escribía artículos y poemas; y en ausencia del director del coro, no dudaba en tomar la batuta y dirigir a sus compañeros. Allí aprendió latín, francés e inglés, así como a ejecutar un poco el piano y el acordeón. Dada su capacidad intelectual y académica, en el ámbito monástico se hacían planes para que, en el futuro, continuara su preparación en el Vaticano. Pero Carmelo ―como era conocido― tenía sus propios proyectos y antes del término del noviciado anunció a sus superiores su intención de no renovar sus votos y decir adiós a la vida eclesiástica. En represalia, fue “degradado” a realizar trabajos “indignos” hasta el término del año académico. Sin embargo, lo más terrible fue volver al mundo sin certificado de estudios de secundaria y preparatoria. Se inscribió como alumno en la única escuela secundaria del pueblo, pero impartía clases de inglés. Trabajó un tiempo como agente del ministerio público, pero no estaba dispuesto a pasar el resto de su vida en una oficina como burócrata; se armó de valor y, en compañía de algunos amigos y del poco dinero ahorrado, se vino a la Ciudad de México a continuar su preparación. Sin cartas de recomendación, sin conocer a nadie, traspasó la seguridad del Banco Nacional de México y se metió hasta las oficinas de un alto ejecutivos quien, tras comprobar que el joven ante él no buscaba otra cosa que un empleo, llamó severamente la atención a su jefe de vigilancia y ofreció al desconocido un puesto como cajero. (Aún sonríe al recordar la anécdota.) Como si trabajar y estudiar no fuera suficiente, se dio espacio para comandar a un grupo de jóvenes aventureros (Estudiantes Jerecuarenses Unidos, EJU) para crear un periódico cultural que repartían anónimamente en su pueblo natal. Ingresó a la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional Autónoma de México, donde obtuvo uno de los promedios más altos de su generación. Durante este tiempo y por muchos años, conformó con varios miembros de la familia Soto Carrillo un grupo (“El clan”) encargado de becar a los mejores estudiantes dentro de la familia para que siguieran sus estudios en la Capital. Al terminar la licenciatura se casó con Clemencia Hernández ―su novia de siempre―, y se especializó en Gastroenterología en el Centro Médico Nacional del IMSS. Le fue ofrecida una beca para seguir su especialización en Estados Unidos, pero el amor por sus dos hijas, entonces muy pequeñas, y sus “becarios”, lo hicieron rechazarla. Decidió regresar a Jerécuaro, Guanajuato y dedicarse a la práctica médica privada. Desde entonces han pasado aproximadamente 32 años…

Tío: échale ganas, tu esposa Clemencia; tus hijos Pat, Aidi, Gabriel, Citlali y Alejandra; tus nietos; tus hijos adoptivos (sobrinos) y hermanos, esperamos tu recuperación. Yo no puedo dejar pasar la oportunidad de agradecerte los dos poemas que me dedicaste, luego de más de cuarenta años de haber abandonado la poesía; te esperamos, aún hay muchas cosas de qué platicar,



Manolo.

domingo, 9 de enero de 2011

XXVII: En busca del pingüino rojo: Una roca que da consejos


Para mi padre, Fabián Ortiz Vega, hoy, a treinta y cuatro años....

Una mañana, la barca se detuvo junto al nicho rocoso de donde nace el río. El último trecho de nuestro viaje había terminado. Antes de bajar a tierra esperamos un momento para ver si había alguien más en ese sitio en apariencia deshabitado.
―No hay nadie ―advertí.
―Amigo ―dijo Jave― somos afortunados de tener todo esto para nosotros. Si tú piensas que este sitio se poblará solo, estás equivocado. ¡Anda, démosle vida!
Entonces no tenía muy claro cómo podríamos dar vida a un lugar inhóspito como aquel.
―¡Si tan solo hubiera una cueva donde resguardarnos del sol abrasador del desierto! ―musité, sudando copiosamente.
Como obedeciendo a mis palabras, la roca de donde manaba el río comenzó a elevarse hasta dar forma a una pequeña montaña hueca en su centro.
―Viajeros: pueden pedir y les será concedido ―dijo la roca con voz cavernosa―, pues han llegado al sitio donde los sueños y las ilusiones se hacen realidad. Cada visitante ―ya sea humano, animal u objeto― podrá vivir aquí la vida que no tiene en otro lado.
La roca primigenia nos dijo también que nosotros éramos los primeros en arribar, pero que vendrían otros y otros, hasta el día en que el mundo recuperara lo perdido.
―Y ustedes, viajeros incansables, así como fueron traídos por mí, serán los encargados de convocar a los nuevos habitantes. Desde luego, aquí estaré yo para cuando necesiten de un consejo.

Imagen tomada de la red.

sábado, 1 de enero de 2011

XXVI En busca del pingüino rojo: Olí, el gigante de agua.

Al ver ante nosotros a aquella enorme cascada nos preguntamos cómo haríamos para sortearla. A menos que existiera un pasaje subterráneo o que a la embarcación le brotaran alas, o que un gigante emergiera del fondo de la charca y nos llevara arriba..., aquello parecía el fin de nuestro viaje.
―No haremos nada ―dijo Jave―, hace rato que somos simples espectadores.
―No haremos nada ―respondí, pues no se me ocurría hacer nada. Por primera vez sentí un poco de envidia de las enormes y majestuosas alas de mi primo el albatros. Con ellas hubiera podido volar hasta la cima y ver lo que hay más allá. Quizás con un poco de esfuerzo hasta podría llevar a Jave a cuestas.
El silencio que se hizo me sacó de mi abstracción: el agua se había detenido en su caída.
―¡Ah! ―se escuchó una voz acuosa―. ¡Qué rico es dormir! ¡Pero más despertar!
Entonces lo vimos: la cascada no era más que un enorme gigante de agua que bostezaba y estiraba los brazos, salpicándonos a cada movimiento. El fondo de la charca, los pies.
―Es tan raro ver navegantes por aquí, que la mayor parte del tiempo la paso dormido ―dijo, acercando a nosotros su rostro transparente―. Soy Olí, el guardián de este río.
Jave le explicó por qué estábamos ahí. El gigante asintió.
―Los he estado esperando. La leyenda dice que cuando un hombre acompañado por un pájaro rojo de los mares del sur pase por aquí, el mundo perdido recobrará su forma bajo los desiertos. Sigan adelante y buena suerte.
Y como si la barca fuera de papel, Olí, el gigante de agua, la tomó entre sus manos y la condujo con nostros dentro hasta la cima de la cascada. Al volvernos vimos su mano, diciendo adiós.

Imagen de Juan Hierro.

El pingüino rojo en el mundo