Despuntada la mañana nos adentramos en la cáscara seca del desierto. La tierra árida se impuso de inmediato: el tiempo allí transcurría lento y pesado, como si lo fuéramos cargando.
—¿Cuánto falta? –preguntó el señor Oliver, empapado en sudor.
—¿Cuánto falta? –preguntó el señor Oliver, empapado en sudor.
Jave, el explorador, señaló la distancia.
—Ya casi llegamos. Lo vi cerca de aquellos mogotes, donde los tepetates se repliegan.
Los ojos de todos miraron el punto señalado. Yo anoté en la libreta: Jave, mogotes, repliegues.
Isa Becerrilla, la veterinaria, se emparejó conmigo.
—No sé cómo me dejé embaucar –se sinceró-. Siempre me pareció una locura, pero ¡ve tú a saber en qué estaba pensando!
Era amiga de mamá y la conocía; su afición por los animales superaba cualquier aventura, por descabellada que ésta pareciera. Los perros y gatos de paso por el pueblo encontraban en su casa alimento y posada.
—¡Con la Naturaleza nunca se sabe! ¿Quién dice que no estamos ante uno de esos descubrimientos que hacen época? Así pasó con Charles Darwin –la animé.
Isa me miró como si me burlara de ella.
—¿En verdad lo crees?
—Desde luego.
Se rascó la oreja, pensativa.
—Tengo mis dudas, cosas así no suceden más que aquí –señaló su cabeza en la sien e hizo circulitos con el dedo índice.
Me hizo gracia su ocurrencia.
—En ese caso, querida Isa, todos estamos locos: ¡Heme aquí!
Y ante la mirada sorprendida del resto de la expedición, soltamos una carcajada que, por un rato, anduvo riendo sola por el desierto.
Ya más tranquilo, apunté en la libreta: Isa Becerrilla, veterinaria; todos locos… Sí, yo también.
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