El sol terminó de asomarse tras las montañas del este y se posesionó de las alturas. Desperdigadas por el cielo del desierto, las nubes eran pequeñas manchas blanquecinas sobre un fondo azul amarillento. Cuánto me habría gustado ver una sola de esas nubes oscuras, gordas y espesas que pueblan el cielo veraniego de mi tierra. Sólo Dios sabía cuándo llovería en un lugar así.
—¡Leopold, Leopold! –escuché la voz de Donchón-. ¡Apúrate, muchacho!
A pesar de ser el más viejo de la expedición –y venir el último con la máquina de hacer hielo halada por un borrico-, Donchón estaba acostumbrado a caminar grandes distancias. No me di cuenta en qué momento me rebasó.
—¡Qué color tan extraño tiene el cielo!
—Será mejor que no voltees para arriba tan seguido –advirtió-. El cielo del desierto es engañoso, hace que los caminantes vean cosas extrañas y pierdan la razón. Mejor ve con los otros, no vaya ser que te nos pierdas.
Cielo del desierto, engañoso, cosas extrañas, perder la razón, apunté en mi libreta.
Quizá por curiosidad o por ignorancia, de vez en vez echaba una miradita a ese cielo amarillento que, un tanto burlón, no dejaba de sonreír y guiñarme un ojo.
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