El camino terminaba abruptamente junto a una represa donde la luna, como un ojo gigante, parpadeaba desde su cielo de agua.
Allá adelante, encogido en una sombra ceniza y arrugada, el Desierto de los Tepetates.
A nuestra espalda, la ciudad que no acababa de despertar.
Según Cleofas –el más viejo de los cargadores y aficionado a esculcar los secretos de los astros-, una luna tan redonda como aquella sólo podía presagiar buenas nuevas.
—Lo siento aquí –señaló sus pies- en los callos y las coyunturas; y nunca me han fallado.
—Que así sea y tendrás un dos por ciento más de comisión –dijo el señor Oliver con un último bostezo entre los labios.
—¡Bienvenido! –agradeció Cleofas la propuesta.
Ante la mirada expectante del resto de la expedición, Oliver repuso:
—Si la fortuna sonríe para uno, podrá hacerlo para todos. ¡Tendrán su dos por ciento más!
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