La música que escucha el pingüino rojo y sus cuates

LA MÚSICA QUE ESCUCHA EL PINGÜINO ROJO

Dedicatoria





Un pingüino rojo está dedicado a mi hermano Javier, porque me regaló mi primer libro y eso no se olvida; para mi mamá Alejandra, que supo desde el principio que tendría que batallar con mi carácter; para mi papá Fabián, al que apenas conocí pero todavía disfruto y quiero; para mamá Kika, que me malcrió (¡y me gustó!); para mi hermano Fabián y mis primos Alejandro, Gabriel y Willy, que nunca me dejaron solo en tantas y tantas travesuras; para mis hermanas Isabel, Berenice, María Elena y Cecy, que me conocen poco pero nos queremos mucho; para Patricia, Aida, Citlali, Alejandra y Gabriel flaco, primos que aceptaron tener un hermano mayor; para mis niñas Olivia, Ireri y Aranza, que aunque no me leen, están orgullosas de mí; para mis sobrinos Rodrigo, Fabiola, Andrea, Alexis, Angie, Andrei (con todo y mamá), Eduardo y Fabrizzio, por el miedo que tenían al "tío de lentes que inyecta y opera"; pero muy especialmente lo dedico a mis pacientitos que, en mi consultorio o en el hospital, me piden que les cuente uno de mis cuentos; y va también para todos aquellos que no se leen (porque ya es mucho rollo), pero saben que aquí están... Bienvenidos, pues y ¡comencemos la aventura! Nota: de última hora, la pequeña Camila Ixchel decidió acompañarnos... Otra nota: ahora se agregó Sofía Valentina y Austin Manuel. ¡Los amamos, campeones!

domingo, 13 de febrero de 2011

XXX En busca del pingüino rojo: Alas

Cuando Leopold terminó de contar la historia del pingüino rojo, la tarde era ya un manto de sombras. El sol se había ocultado en el horizonte y un vientecillo fresco, proveniente de las montañas, salpicaba de cuando en cuando al grupo de chiquillos alrededor del cuentacuentos. Acurrucados entre los brazos de sus padres o de sus hermanos mayores, los niños más pequeños soñaban que recorrían el mundo con pingüinos rojos y javes aventureros, mientras leopolds les contaban nuevas historias. Los más grandecitos, como Chivo, Camano, Chocho o Willy, generalmente inquietos, no se movían de su sitio; tal vez porque esperaban que de un momento a otro, después de dar un largo trago a su café y aclararse la garganta, el viejo Leopold retomara el hilo de la historia y nunca más se detuviera, como en un cuento sin fin.
―¿Y ahí te dieron tus alas? ―preguntó una chiquilla de ojos traviesos y sonrisa con hoyuelos.
Todas las miradas, sorprendidas, se volvieron hacia ella.
―¿Cómo te llamas, pequeñina?
―Ixchel ―respondió muy seria.
―Pequeña Ixchel, estas alas ―apartó de su espalda un poco los apéndices plumíferos, los agitó como si se dispusieran para el vuelo―, estas alas me nacieron solas. Gracias a ellas pude llegar a aquí, pero esa es otra historia que les contaré otra ocasión. Ahora todos debemos ir a dormir, ya es tarde.

Imagen del autor.

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El pingüino rojo en el mundo