La música que escucha el pingüino rojo y sus cuates

LA MÚSICA QUE ESCUCHA EL PINGÜINO ROJO

Dedicatoria





Un pingüino rojo está dedicado a mi hermano Javier, porque me regaló mi primer libro y eso no se olvida; para mi mamá Alejandra, que supo desde el principio que tendría que batallar con mi carácter; para mi papá Fabián, al que apenas conocí pero todavía disfruto y quiero; para mamá Kika, que me malcrió (¡y me gustó!); para mi hermano Fabián y mis primos Alejandro, Gabriel y Willy, que nunca me dejaron solo en tantas y tantas travesuras; para mis hermanas Isabel, Berenice, María Elena y Cecy, que me conocen poco pero nos queremos mucho; para Patricia, Aida, Citlali, Alejandra y Gabriel flaco, primos que aceptaron tener un hermano mayor; para mis niñas Olivia, Ireri y Aranza, que aunque no me leen, están orgullosas de mí; para mis sobrinos Rodrigo, Fabiola, Andrea, Alexis, Angie, Andrei (con todo y mamá), Eduardo y Fabrizzio, por el miedo que tenían al "tío de lentes que inyecta y opera"; pero muy especialmente lo dedico a mis pacientitos que, en mi consultorio o en el hospital, me piden que les cuente uno de mis cuentos; y va también para todos aquellos que no se leen (porque ya es mucho rollo), pero saben que aquí están... Bienvenidos, pues y ¡comencemos la aventura! Nota: de última hora, la pequeña Camila Ixchel decidió acompañarnos... Otra nota: ahora se agregó Sofía Valentina y Austin Manuel. ¡Los amamos, campeones!

sábado, 5 de febrero de 2011

XXIX En busca del pingüino rojo: Un desmayo oportuno

El nuevo día nos encontró en el Calicanto. Detrás de nosotros, el desierto de Los Tepetates, frío y solitario. Al frente a la distancia, como promesa que despierta, la pequeña ciudad salpicada de luces, esperando nuestro regreso. Si no hubiera estado consciente de lo sucedió, seguramente habría pensado que todo fue  un sueño y que acababa de despertar. Pero la pluma de pingüino rojo que guardaba en la bolsa del pantalón decía lo contrario: era tan real como yo mismo. Ahora sólo tenía que esperar a que...
―Pero, ¿qué pasó? Anoche estábamos en el desierto ―rezongó el señor Oliver a mis espaldas.
Respiré profundo y le dije que tenía razón, que yo  dormía igual que todos cuando un ruido extraño me despertó. Tuve miedo y quise despertarlos para que me acompañaran a ver de qué se trataba, pero cada miembro de la expedición (excepto yo, desde luego) dormía un sueño inquieto, como si viviera una pesadilla de la que no podía despertar.
―El desierto es terrible con quien no lo respeta: lo hace ver e imaginar cosas que no existen ―concluí.
―¿Quieres decir que tú solo nos trajiste hasta acá? ¡Por favor, Leopold!
Debía escoger con cuidado mis palabras; los hombres de negocios como el señor Oliver no son fáciles de convencer, y menos cuando acaban de perder el mejor negocio de su vida.
―¡De ninguna manera! Eso habría imposible. Cada quien volvió por su propio paso. ¡Hubiera visto lo cómico que nos veíamos! Parecíamos zombis, ni más ni menos.
―Ummm, muy extraño, muy extraño…
Otros miembros de la expedición se habían despertado y escuchaban la conversación.
―A mí se me borró el casete cuando me quedé dormida ―se excusó Isa Becerrilla―. ¡Sabía que nada bueno saldría de esta loca aventura!. ¿Cómo fui a dejarme convencer?
―No sé, pero… ―insistía el señor Oliver, rascándose la barbilla.
―No importa lo que haya pasado anoche en el desierto ―protestaron otros miembros del equipo―.  Estamos cansados y queremos regresar a casa. Además, nos va a pagar lo acordado, ¿no es cierto?
El señor Oliver abrió tanto los párpados que sus ojos estuvieron a punto de saltar de sus cuencas. Y como le sucedía cuando se emocionaba en exceso, se desmayó pensando en que esta vez había hecho el peor negocio de su vida. ¿Qué dirían de él los periódicos si se llegaban a enterar?

Imagen tomada de la red.

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El pingüino rojo en el mundo