—Tomemos un descanso –invitó.
Recostados bajo la sombra escueta de los mezquites y huizaches, no pasó mucho tiempo para que se escucharan ronquidos por aquí y por allá. Sólo Jave permanecía despierto y me senté a su lado.
—En cuanto baje el calor, supongo. Estamos en su territorio.
Al ver la reverberación comprendí por qué no se veía un sólo animal a nuestro alrededor.
—¿Cómo fue que diste con él? –proseguí.
Jave bebió un poco de agua de su cantimplora.
—Como tantas cosas en esta vida: por obra y arte de la casualidad.
—Como tantas cosas en esta vida: por obra y arte de la casualidad.
Enseguida me contó que gustaba de ir por el mundo y un día, al buscar el pueblo de sus abuelos, de buenas a primeras se encontró solo en un desierto que no estaba registrado en los mapas.
—Sabía de la existencia de un río en cuyas márgenes se alzaba majestuoso un bosque. Ahí, contaba mi abuelo, abundan los venados y los osos negros, las aves de mil colores y trinos melodioso, pumas, linces... Sin embargo, estaba en el desierto, con un enorme y extraño pájaro rojo viniendo a mi encuentro. ¡Sí, señor: un pingüino rojo en medio del desierto!
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