La música que escucha el pingüino rojo y sus cuates

LA MÚSICA QUE ESCUCHA EL PINGÜINO ROJO

Dedicatoria





Un pingüino rojo está dedicado a mi hermano Javier, porque me regaló mi primer libro y eso no se olvida; para mi mamá Alejandra, que supo desde el principio que tendría que batallar con mi carácter; para mi papá Fabián, al que apenas conocí pero todavía disfruto y quiero; para mamá Kika, que me malcrió (¡y me gustó!); para mi hermano Fabián y mis primos Alejandro, Gabriel y Willy, que nunca me dejaron solo en tantas y tantas travesuras; para mis hermanas Isabel, Berenice, María Elena y Cecy, que me conocen poco pero nos queremos mucho; para Patricia, Aida, Citlali, Alejandra y Gabriel flaco, primos que aceptaron tener un hermano mayor; para mis niñas Olivia, Ireri y Aranza, que aunque no me leen, están orgullosas de mí; para mis sobrinos Rodrigo, Fabiola, Andrea, Alexis, Angie, Andrei (con todo y mamá), Eduardo y Fabrizzio, por el miedo que tenían al "tío de lentes que inyecta y opera"; pero muy especialmente lo dedico a mis pacientitos que, en mi consultorio o en el hospital, me piden que les cuente uno de mis cuentos; y va también para todos aquellos que no se leen (porque ya es mucho rollo), pero saben que aquí están... Bienvenidos, pues y ¡comencemos la aventura! Nota: de última hora, la pequeña Camila Ixchel decidió acompañarnos... Otra nota: ahora se agregó Sofía Valentina y Austin Manuel. ¡Los amamos, campeones!

martes, 30 de abril de 2013

Caminito de la escuela



Dedicado a todos los niños en su día,
en especial a Gabriel García y Fabián Ortiz, 
que nunca patearon un balón; 
pero sobre todo a las niñas 
que les gusta el futbol.


Un estruendo de vidrios rotos levanta a la mujer del sillón y la conduce hasta la ventana que da al jardín. Del otro lado de la verja, no hay nadie. Tembloroso entre las cortinas y fragmentos de vidrio, un viejo balón de fútbol trata de pasar desapercibido.
            —¡Por Dios! ¡Mira nada más lo qué has hecho! —espeta la mujer, levantándolo del piso y mirándolo a la cara.
            El balón —acostumbrado a una vida de patadas— se estremece entre las manos de la furibunda mujer. Quisiera disculparse y decirle que, si se ven las cosas con serena imparcialidad, él es el menos culpable de tan bochornoso incidente. Que pudo haberse ponchado y ¡adiós juegos! Además, que en todo caso, esto debería charlarlo con el Chueco García Ortiz, un chiquillo poseedor de dos magníficos pies izquierdos, y aconsejarlo, porque de seguir así, seguramente nunca llegará a la selección  de fútbol. Quizás a ella sí la escuche...
      La mujer, que no está de ánimo para interpretar el pensamiento de un balón rompe vidrios, se guarda su enojo y de una tremenda patada envía al intruso de vuelta a la calle.

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El pingüino rojo en el mundo