Un día, dos
hermanitas estaban bastante aburridas en su casa: se había ido la luz y no
podían ver televisión. Tampoco jugar con sus tabletas o celulares porque, de
tanto uso, estaban sin batería.
—¿Y ahora qué hacemos? —dijo la niña más grande.
—No sé —dijo la niña más pequeña, y bostezó ruidosamente.
De pronto, quién sabe por qué arte de magia, en medio de la sala apareció
un mago.
Las niñas no se asustaron, pues el hombre —no muy joven, pero tampoco
tan viejo— vestía con elegancia la ropa oficial de mago: un sombrero de copa
negro, traje del mismo color, y también una enorme capa negra con el forro rojo,
y en su mano izquierda, porque era zurdo, portaba una barita mágica que destellaba
con cada uno de sus movimientos.
—¡Es un mago! —dijo la hermana pequeña al verlo.
—Y para un mago sería muy fácil hacer que vuelva la luz, ¿verdad? —dijo
la hermana grande.
—Sí, sí, porque nos aburrimos tanto —imploró la hermana menor.
El mago se les quedó viendo a las dos niñas, pensativo. No le sorprendía
que le pidieran aquello, estaba acostumbrado a las peticiones más
inverosímiles. Por ejemplo, recordó que en una ocasión le pidieron que el salón
de fiestas se elevara por los aires y se fueran todos de vacaciones a la playa.
Otra vez, una niña se acercó a él y le dijo al oído que no quería ir más a la
escuela, ¿sería posible que con su magia desapareciera todas las escuelas del mundo?
Ah, pero lo más loco que le habían pedido fue que construyera una trampa para
atrapar sueños.
Al fin, el mago dijo a las dos hermanas:
—Por supuesto que podría traer la luz de regreso o que sus tabletas y sus
celulares funcionaran sin energía por siempre.
—¡Sí, sí!…
—¡Bravo, bravo!…
—¡Abra cadabra, patas de cabra!...
—¡A la bio, a la bao, a la bim bon ba, el mago, el mago, ra ra ra!
Gritaban las niñas, emocionadas.
—Pero…
La emoción de las niñas desapareció.
—Pero ¿qué?
—Que eso de arreglar la luz o recargar las tabletas no es función para
un mago de mi categoría… Eso lo hace un electricista o un técnico que se dedique a eso.
Esta vez, fueron las hermanas las que se le quedaron viendo
detenidamente al mago, que seguía parado en mitad de la sala, jugueteando con
su barita mágica.
—¡Pues qué mago tan chafa!
—Sí, qué chafa.
—Mejor hubiera aparecido un payaso.
—Ajá, un payaso es más divertido.
Y las dos hermanas se cruzaron de brazos, pusieron gesto de enfado y fingieron
que miraban para cualquier lado.
—Quizá tengan razón, niñas… —comenzó el mago—. Bueno, quizá tengan algo de razón. Una poquitita de razón.
Las niñas se volvieron a ver al mago, que señaló su cabeza.
Lo que las niñas vieron fue que la chistera del mago se había
transformado en un sombrero con forma de libro.
—Eso no es chistoso —dijo la hermana pequeña.
—Es sólo un libro en tu cabeza —dijo la hermana grande.
—¿Qué hiciste con tu sombrero? —Quiso saber la hermana menor.
El mago se quitó de la cabeza su nuevo sombrero, que era un enorme libro
como esos donde los magos aprenden sus trucos.
Las dos niñas se pusieron de pie y se acercaron al mago. La más grande,
que ya iba a la escuela, comenzó a leer para su hermanita lo que había escrito sobre la tapa del libro:
—El mago de los cuentos: mil y una
historias para niños de 0 a 100 años —Intrigada, dio vuelta a la página—. Si quieres
escuchar una de las historias del mago de los cuentos, toma asiento y guarda silencio, porque
la función apenas va comenzar.
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