La última vez que Claudio estuvo allí, su padre
trabajaba en la construcción de una máquina del tiempo. Veinte años después, el lugar no había cambiado mucho,
solo parecía ser más pequeño de como lo recordaba, quizá por esa compresión de tiempo y espacio que
acompaña el paso de la infancia a la edad adulta.
―El destino no
siempre está en nuestras manos ―le había dicho su padre aquella vez, desde la mesa de
trabajo―. Ven y mira esto.
Claudio avanzó
entre el laberinto de objetos cuya utilidad desconocía, pero que inquietaban su
imaginación tanto como para desear apoderarse de uno de ellos y guardarlo en su mochila y,
luego, con el pretexto de que no tardaría en pasar el autobús escolar, abandonar
el taller.
―¿Qué caso
tendría echar a correr y nunca detenerse, hijo? ―escuchó la voz de su padre, más
seca y pausada; lo imaginó con el pelo revuelto, canoso; la mirada retraída en
un punto del pequeño aparato que seguramente tenía entre las manos―. Aunque si
lo vemos con detenimiento, eso es lo que hacemos siempre: correr y nunca
detenernos.
Una sonrisa se dibujó en el rostro de Claudio: el único momento
en que veía a su padre correr era en las mañanas, cuando abandonaba la cama deprisa,
tomaba el café, casi hirviendo y desaparecía tras la puerta del taller. No,
por más esfuerzos que hacía, no lograba hallar en su memoria una imagen de su
padre correteando por el parque o detrás del autobús.
―Sabía que te
encontraría aquí ―dijo Claudio; el hombrecillo flaco y desarreglado, esbozó una
sonrisa―. Cierto: ¿dónde más podrías estar, papá?
―¡Cuánto has
crecido, hijo! Cuando te fuiste eras apenas un chiquillo.
―Tú sigues
igual. Quizás más delgado.
Padre e hijo se
miraron como si trataran de corroborar la certeza de sus palabras, conscientes
de que el tiempo es engañoso y la memoria frágil, que muchas veces se ve sólo
lo que se quiere.
―Siempre viví
esperando tu regreso ―dijo el viejo, emocionado―. Jamás pude hacerme a
la idea de perderte, y menos cuando me di cuenta de que faltaba el reloj de
tiempo inverso, en el que trabajaba la mañana que entraste aquí; me
empeciné en creer que tú lo habías tomado, y veo que no me he equivocado.
―Perdón. Sólo quería que
mis amigos del colegio vieran en lo que mi papá trabajaba… ―Claudio abre la
mochila y entrega a su padre el viejo reloj; el anciano lo revisa, escucha,
siente el tictac que late entre sus manos ―.
¿En qué cosa trabajas ahora?
―En el mismo
aparato de entonces, pero me hacía falta esta pieza.
―En verdad lo
siento…
―No, está bien
―abre los brazos y estrecha a Claudio con la necesidad de los veinte años que
les fueron robados. Luego se aparta pues sabe que debe volver a aquella última
mañana con su hijo, antes de que éste tome el autobús al colegio y se pierda
otros veinte años.
No hay comentarios:
Publicar un comentario