Cuando desperté, papá no estaba. Tuve mucho miedo y quise gritarle que volviera, pero eso habría asustado a
los animales fantásticos que vinimos a buscar. Entonces vi delante de mí a un ser enorme: las
nubes le llegaban a las rodillas y el sol parecía al alcance de sus manos.
—No te asustes —me dijo con una vocecita de trueno contenido—: en este instante, tu padre sigue de cerca el rastro del último unicornio que vive en el bosque;
volverá más tarde. Somos viejos amigos y me pidió que te hiciera compañía.
El gigante me contó
que en sus momentos de soledad, que eran muchos porque el tiempo allí iba más
lento (un segundo suyo equivalía a un año de nosotros), no le habría importado
ser una partícula del viento que le picaba en la nariz o ir en busca de otros
gigantes. Veía a las parvadas de aves que anidaban en su barba e imaginaba ser una de ellas.
—O de menos ser uno de
esos seres diminutos, como tú, que suben en fila hasta mi cabeza y al partir se
llevan trocitos de mi pelo. ¿Qué caso tiene ser tan grande y estar detenido o perdido en el tiempo? —me decía.
El
gigante no recordaba que alguna vez se hubiera apartado un solo paso del sitio en donde estaba.
Lo miré con atención y vi que todo pasaba junto a él: el sol, la luna, las estrellas, la noche y el día; las
aves y los bichos, como nos llamaba, que a veces lo visitaban.
—¿Entonces qué soy?,
¿qué hago aquí?, te preguntarás. Para la mayoría de la gente soy tan solo una
montaña, como aquellas que vez a la
distancia. Para algunos elegidos, soy un gigante.
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