Cuando Leopold terminó de contar la historia del pingüino rojo, la tarde era ya un manto de sombras. El sol se había ocultado en el horizonte y un vientecillo fresco, proveniente de las montañas, salpicaba de cuando en cuando al grupo de chiquillos alrededor del cuentacuentos. Acurrucados entre los brazos de sus padres o de sus hermanos mayores, los niños más pequeños soñaban que recorrían el mundo con pingüinos rojos y javes aventureros, mientras leopolds les contaban nuevas historias. Los más grandecitos, como Chivo, Camano, Chocho o Willy, generalmente inquietos, no se movían de su sitio; tal vez porque esperaban que de un momento a otro, después de dar un largo trago a su café y aclararse la garganta, el viejo Leopold retomara el hilo de la historia y nunca más se detuviera, como en un cuento sin fin.
―¿Y ahí te dieron tus alas? ―preguntó una chiquilla de ojos traviesos y sonrisa con hoyuelos.
Todas las miradas, sorprendidas, se volvieron hacia ella.
―¿Cómo te llamas, pequeñina?
―Ixchel ―respondió muy seria.
―Pequeña Ixchel, estas alas ―apartó de su espalda un poco los apéndices plumíferos, los agitó como si se dispusieran para el vuelo―, estas alas me nacieron solas. Gracias a ellas pude llegar a aquí, pero esa es otra historia que les contaré otra ocasión. Ahora todos debemos ir a dormir, ya es tarde.
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