A mis pacientitos
César Rodrigo Sánchez
y Samantha, su hermana,
que le lee esta historia.
―Yo aquí me quedo ―dijo Piecillos decidido.
―¿Estás seguro?
―¿Dónde podría estar mejor? Allá arriba ya ni siquiera hay animales. Nadie necesita de un huellero.
Tenía razón.
―Sabia decisión, querido amigo ―reconocí, comenzando a extrañarlo.
Todo este tiempo, el pingüino escuchaba en silencio nuestra charla. Era como si para él nada fuera sorpresa.
―Hay algo que me preocupa ―dije dirigiéndome esta vez a nuestro anfitrión―: ¿Qué le voy a decir a los miembros de la expedición cuando regrese? ¿Cómo los voy a convencer de volver a la ciudad con las manos vacías? En especial al señor Oliver y a Jave, el aventurero.
El pingüino abrió sus ojitos como si denotara extrañeza. Luego agregó:
―En el desierto todo puede pasar.
Sus palabras me hicieron estremecer.
―No estarás pensando que...
―¿Que suceda al grupo una desgracia? No mi amigo, ¡en qué cabeza cabe semejante suposición! Nosotros somos animales, no humanos (aunque hay sus nobles excepciones, desde luego). Me refería a que el desierto es traicionero y fácilmente trastoca realidad e irrealidad. Además Jave…
―Jave qué…
―Está con nosotros: fue el primer explorador que llegó y decidió quedarse. Parte de la magia que aquí se vive ha sido rescatada por cada uno de aquellos que, cansados de su realidad, vienen acá a imaginar lo que siempre han deseado. Yo mismo hace tiempo no existía. ¿Quién pensaría en un pingüino rojo, sin que se le tache de loco?
Entonces nos contó que él había nacido de la imaginación...
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