La música que escucha el pingüino rojo y sus cuates

LA MÚSICA QUE ESCUCHA EL PINGÜINO ROJO

Dedicatoria





Un pingüino rojo está dedicado a mi hermano Javier, porque me regaló mi primer libro y eso no se olvida; para mi mamá Alejandra, que supo desde el principio que tendría que batallar con mi carácter; para mi papá Fabián, al que apenas conocí pero todavía disfruto y quiero; para mamá Kika, que me malcrió (¡y me gustó!); para mi hermano Fabián y mis primos Alejandro, Gabriel y Willy, que nunca me dejaron solo en tantas y tantas travesuras; para mis hermanas Isabel, Berenice, María Elena y Cecy, que me conocen poco pero nos queremos mucho; para Patricia, Aida, Citlali, Alejandra y Gabriel flaco, primos que aceptaron tener un hermano mayor; para mis niñas Olivia, Ireri y Aranza, que aunque no me leen, están orgullosas de mí; para mis sobrinos Rodrigo, Fabiola, Andrea, Alexis, Angie, Andrei (con todo y mamá), Eduardo y Fabrizzio, por el miedo que tenían al "tío de lentes que inyecta y opera"; pero muy especialmente lo dedico a mis pacientitos que, en mi consultorio o en el hospital, me piden que les cuente uno de mis cuentos; y va también para todos aquellos que no se leen (porque ya es mucho rollo), pero saben que aquí están... Bienvenidos, pues y ¡comencemos la aventura! Nota: de última hora, la pequeña Camila Ixchel decidió acompañarnos... Otra nota: ahora se agregó Sofía Valentina y Austin Manuel. ¡Los amamos, campeones!

jueves, 26 de octubre de 2017

Un niño juguetón y de muy buen diente


Dos días al año, los muertos salen de sus tumbas y vienen a visitarnos.
Los muertos niños llegan primero. Y un día después, les toca su turno a los muertos grandes.
Las casas se visten de fiesta para recibirlos.
En cada casa hay un altar adornado con papel picado de colores y las fotografías de los muertitos de esa familia. Nunca faltan las veladoras y las flores de cempasúchil, pero sobre todo la comida y sus dulces favoritos.
Un día, un muertito de nombre José Luis estaba muy contento por poder regresar a su casa.
En vida, José Luis había sido un chico muy, pero muy juguetón. Y no hacer nada en la otra vida lo aburría. Así que nomás salió del panteón, se puso a jugar con cuanto niño andaba por ahí.
Cuando José Luis no tuvo más con quien jugar, se dijo que ya era momento de irse a casa de sus padres. Pero José Luis ya no se acordaba cómo llegar.
Se puso triste y tenía ganas de llorar.
No era la primera vez que José Luis se perdía por andar jugando.
Cuando todavía estaba vivo, si le encargaban hacer algún mandado, en cuanto encontraba con quien jugar, se le olvidaba todo.
Hasta su nombre.
Pero la mamá de José Luis conocía perfectamente a su hijo y sabía cómo hacerlo regresar. En cuanto éste no daba señales, abría de par en par las ventanas de la casa y se ponía a cocinar.
Como por arte de magia, el aroma de su comida favorita llegaba hasta la nariz de José Luis, refrescándole la memoria.
José Luis se puso contento al recordar aquellos momentos. Sobre todo, porque en el mundo de los muertos le habían dicho que en su casa lo recibirían con la comida y sus postres favoritos.
Y si aquello era cierto, pensaba José Luis, mientras levantaba la punta de la nariz y respiraba hondo, muy hondo, llenado sus pulmones del aire fresco que corría por la calle.
Entonces, llegó hasta él un olor a pan de queso, también a atole de chocolate y a dulce de manzana…
¡Umm, qué rico!, se saboreó.
Y así, siguiendo el rastro de los alimentos preparados por su mamá, José Luis llegó su casa.
En cuanto lo vieron entrar, todos corrieron a abrazarlo.
La mamá de José Luis miró el reloj y le dijo:
―¡Ay, José Luis! De seguro te entretuviste jugando por ahí, ¿verdad?
Sí, mamá.
―Anda, vente a comer, porque debes tener mucha hambre.

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El pingüino rojo en el mundo