Con amor para mi hija Ireri, ella sabe por qué.
La primera vez que oyó aquella frasecita
le causó mucha gracia. Entonces era muy pequeña y poco sabía de anatomía
humana o animal, pero sí tenía suficiente imaginación como para verse con otro
par de manos en la panza. Cuando iba al circo o a un concierto, las oía
aplaudir; si al caminar se tropezaba, una fuerza emanada desde sus entrañas
trataba de evitar la caída sujetándose al vacío. A la hora de la
comida le parecía verlas como las manos los mendigos, formando un cuenco y
recibiendo en él todo el alimento. Otras veces, cuando no tenía hambre, ahí
estaban las manos con los dedos entrelazados, negándose a comer. Aquellas veces que le dolía la panza suponía que sus manos de estómago estaban cerradas, enojadas en su
berrinche. Pero esta mañana, cuando sus manos verdaderas comenzaron a arquearse y a vomitar la cena, cerró los ojos y no quiso
imaginar más nada. Y maldijo en silencio la frasecita aquella.
Imagen tomada de la red.
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