Para Javier Perucho, amigo de sirenas.
Miraba caer la lluvia desde la ventana de su habitación. Eran las primeras gotas de la temporada y ya quería que los cerros y el pueblo desaparecieran bajo el manto espeso de los aguaceros.
―¡No sé cómo te puede gustar un día así! ―exclamaba la abuela al ver al chiquillo con los brazos abiertos, tratando de abrazar a un cielo negruzco que no deja de llover.
―Me gusta que llueva.
Le recordaba aquella vez que, dormido todavía en el vientre materno, oyó una voz que lo llamaba en la distancia: “Ven, Javito, ven”. Los latidos de su corazón se aceleraron tanto que el médico debió ordenar a su asustada madre reposo en cama. “No sabemos qué ha inquietadotanto a su bebé, señora”, argumentó.
―¿Cómo puedes recordarlo?
―Como entre sueños.
―Entonces lo soñaste ―resolvían siempre los mayores.
―Sí, tal vez así fue ―sonreía Javier, conociendo lo incrédulos que pueden ser los adultos. Por eso no contaba a nadie que, durante la temporada de lluvias, sus viejas amigas las sirenas regresaban al río; que era suyo aquel rumor del agua embravecida al chocar contra la base del puente.
4 comentarios:
Dichoso aquel que tenga su propia Sirena!
R
Desde luego, eso sí que es una fortuna, sobre todo en este mundo de incredulidad.
¿Te imaginas la cara de felicidad del maestro Perucho, sirenólogo?
Un abrazo.
Buenísimo, te felicito, me ha encantado la forma descriptiva del texto!
Anónimo, gracias por tu visita.
Un abrazo.
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