Un día de verano, cuando el grupo de pingüinos echó a andar en dirección a la tierra donde nacimos, supe que yo no tenía nada que ver por allá y caminé en dirección contraria. Si alguno de mis camaradas volteó por curiosidad, no me di cuenta: ante mí había tanto que ver, que no quería enredarme en los recuerdos. "Al Norte, siempre al Norte", susurraba en mi cabeza una vocecita cantarina.
Generalmente nadado en paralelo a la costa ―otras veces caminando por las playas―, me aparté de las tierras frías del Polo Sur. La agradable sensación del agua templada en mi cuerpo hacía que el cansancio apenas se sintiera. Además, quizás por efecto de la misma temperatura, mis plumas antes negras, comenzaban a cambiar. Por momentos parecían desteñidas, luego pálidas y amarillentas o con un tono pajizo y acanelado. (¿Qué pensaría la parvada si me viera? Ya bastante extraño era que no estuviera con ellos, pero en fin.)
Una mañana mientras cruzaba por el Ecuador, se me emparejó una pequeña embarcación. Había visto muchas; sabía de la sorpresa de la gente al verme nadando tan lejos de mi tierra, pero había algo extraño en su único tripulante.
―¡Guao, un pingüino rojo! ―dijo el hombre al timón.
Imagen tomada de la red.
2 comentarios:
Sólo de alguien que nació en un 'lugar como nido' puede esperarse esta delicia.
Me agrada suponer que juntar palabras es nuestra manera de alejarnos de la parvada, de singularizarnos, en fin, de ir Hacia El Norte.
Un abrazo
Patricia, qué grato despertar con tu comentario: me permitió sentarme a escribir de golpe un par de capítulos que vienen a redondear la historia. Como sucede muchas veces, cuando el final se acerca no queremos esto suceda.
Abrazos (porque también hay que trabajar)
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