El pingüino rojo agitó sus alas, desperezándose.
―Síganme.
Caminamos hasta un sitio donde el río principal se bifurcaba en tres ramales que, vistos desde donde estábamos, parecían formar la pata de un enorme pingüino. El tono cobrizo del suelo daba al lugar un extraño colorido.
Más allá de un bosque verde y tupido, asentado en un vallecito, se veía nuestro pueblo.
―No entiendo qué sucede ―dije verdaderamente confundido―. No recuerdo ningún bosque.
El pingüino soltó una carcajada, divertido.
―Todo está más claro que el agua cristalina de un manantial.
Busqué la mirada de Piecillos esperando su apoyo, pero él otrora huellero estaba perdido en la contemplación de una extraña pareja de iguanas azules.
―Nada de lo que estoy viendo me parece real.
―En eso, querido amigo, tienes razón. Nada de lo que ves desde aquí existe allá arriba. Por desgracia lo han dejado perder. No más, no más…
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