Junto a un viejo sabino estaba parado un pajarillo rojo, de pico amarillo y patas palmeadas. Lo único que lo diferenciaba de un pingüino convencional era su color.
Sorprendidos por cómo se habían dado las cosas en el último trecho de la noche, Piecillos y yo ―antes locuaces y dicharacheros― nos encontramos de pronto mudos como un par de piedras.
(Bueno, al menos eso creíamos, pero ahí abajo hasta las piedras tienen vida.)
―Es la luz del día que vivimos aquí ―repitió el pingüino rojo, como si saboreara cada palabra.
Levanté la vista hacia el cielo (o donde yo suponía había uno) y todo era una claridad azulosa, muy parecida a la que conocíamos.
―Aquí no verás ningún sol ―agregó nuestro anfitrión―. Nuestra energía proviene de la que ustedes desperdician allá arriba. Y como pueden ver, con excelentes resultados.
―En sí... ¿dónde se supone que estamos? ― pregunté al fin, tragando saliva.
―Bajo el Desierto de los Tepetates, dónde más.
―Creo que estamos perdiendo la cordura ―susurré a un desorientado Piecillos más interesado en todo lo que estaba a nuestro alrededor que en la conversación o lo que pudiera venir después.
―No es de extrañar, querido amigo. Por fortuna no es así. El exceso de naturaleza a primera vista no siempre es comprensible. Ha habido quien, en efecto, enloquece y luego va por la vida sin saber dónde empieza la realidad. Pero al menos ustedes, se los aseguro, podrán superarlo. Por eso están aquí.
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