De estatura baja y ojos inquietos, Bartolino Piecillos era lo que se dice un "huellero". No había rastro de animal que no encontrara, sobre todo de conejo, coyote o tlacuache, animales que un día abundaron en la región y que él, siendo niño, seguía por diversión.
Cerró los ojos y las compuertas de su nariz aspiraron el viento calizo del desierto. “Es por allá”, se dijo y echó a andar por la orilla de lo que una vez fue un río caudaloso.
No era extraño ver que alguien tocara a su puerta y le pidiera encontrar a su mascota extraviada. Una de las historias más extrañas que contaba era la de una anciana que quería recuperar a su cenzontle favorito. Y ahí estaba Piecillos de árbol en árbol, subiéndose a las azoteas y al campanario… para finalmente dar con el pajarillo entre las ramas de un fresno.
Resultaba curioso ver a aquella caravana en fila. Cuando Piecillos se detenía, los demás hacíamos lo mismo metros atrás. Pero las cosas se complicaban un poco cuando el rastro se perdía y debíamos desandar el camino. Luego de un rato de peregrinar sin rumbo, Bartolino se detuvo y nos llamó a su lado.
―¡He aquí una huella! –exclamó satisfecho.
―¡Es verdad! –concordamos emocionados.
Tenía razón: aquella pata marcada sobre la tierra era –después de la palabra de Jave- la primera manifestación que teníamos del extraño pingüino.