El señor Oliver no era bueno ni malo, sólo un hombrecillo regordete aficionado a recolectar rarezas. Por ejemplo, soñaba con hallar al gato de tres pies del que habla la gente cuando dice: “¡No le busques tres pies al gato, muchachito!”; hacerse del pájaro pico de caracol, cuyos trinos evocan el murmullo del océano: o dar con el conejo canguro alado, capaz de saltar una montaña y volar de un continente a otro.
Contaban en el pueblo que cuando niño, Oliver pasaba el tiempo en compañía de su querida abuela Jano descubriendo en las nubes extraños animales, sólo vistos por ellos. Con el paso de los años bajó de las alturas y buscó en tierra los seres fantásticos que poblaban sus sueños.
En esas andaba el día que Jave, el aventurero, regresó a la ciudad y le contó sus aventuras por el desierto.
Mientras preparaba la expedición, el señor Oliver no dejaba de pensar en cuál sería el mejor nombre para un pingüino plumirrojo.
—Lo llamaré Marte, en honor al planeta colorado donde, según las crónicas, habitan los marcianos.