Aquel marinero solitario era Jave, el aventurero, que volvía a su patria después de andar por el mundo. Con sus ojos, decía, había visto todo, pero también nada, porque no siempre se ve lo que se quiere.
No preguntó por qué el rojo de mis plumas, y menos qué hacía un pingüino nadando en aguas tropicales. Me contó acerca de Marco Polo, viajero que llegó a regiones hasta entonces desconocidas; del capitán Nemo, que a bordo del Nautilus bajó a las profundidades del mar. Sin embargo, lo que más me sorprendió fue escuchar que justo ahora una nave debía estar despegando para ir a conquistar nuevas galaxias.
―A todo eso ―decía Jave en un tono melancólico― ni siquiera hemos sido capaces de recuperar el mundo fantástico que poco a poco perdimos.
Me platicó que los pigmeos twa de África Central, los esquimales de las regiones árticas de América y Groenlandia y los descendientes rapanui de la isla de Pascua ―de donde venía en ese momento― pregonaban que la búsqueda acabaría cuando alguien encontrara el Río Salmón, aquel va del mar a la montaña.
―Según tengo entendido, todos los ríos van a parar al mar ―repuse.
―Fue lo mismo que yo dije a los sabios de aquellas tribus, pero se reían y se tapaban los ojos. “El hombre que ve solamente con los ojos está completamente ciego”.
Embelesado por las palabras de Jave, el tiempo parecía transcurrir más de prisa. Aun los barcos que pasaban cerca de nosotros semejaban pesadas ilusiones a las que veíamos desaparecer en la distancia. En mi no había cansancio y nadaba a ratos, pero más me gustaba ir al timón de la barcaza de mi nuevo y único amigo.
Imagen de Silvana Miller: Velas en luz.