La música que escucha el pingüino rojo y sus cuates

LA MÚSICA QUE ESCUCHA EL PINGÜINO ROJO

Dedicatoria





Un pingüino rojo está dedicado a mi hermano Javier, porque me regaló mi primer libro y eso no se olvida; para mi mamá Alejandra, que supo desde el principio que tendría que batallar con mi carácter; para mi papá Fabián, al que apenas conocí pero todavía disfruto y quiero; para mamá Kika, que me malcrió (¡y me gustó!); para mi hermano Fabián y mis primos Alejandro, Gabriel y Willy, que nunca me dejaron solo en tantas y tantas travesuras; para mis hermanas Isabel, Berenice, María Elena y Cecy, que me conocen poco pero nos queremos mucho; para Patricia, Aida, Citlali, Alejandra y Gabriel flaco, primos que aceptaron tener un hermano mayor; para mis niñas Olivia, Ireri y Aranza, que aunque no me leen, están orgullosas de mí; para mis sobrinos Rodrigo, Fabiola, Andrea, Alexis, Angie, Andrei (con todo y mamá), Eduardo y Fabrizzio, por el miedo que tenían al "tío de lentes que inyecta y opera"; pero muy especialmente lo dedico a mis pacientitos que, en mi consultorio o en el hospital, me piden que les cuente uno de mis cuentos; y va también para todos aquellos que no se leen (porque ya es mucho rollo), pero saben que aquí están... Bienvenidos, pues y ¡comencemos la aventura! Nota: de última hora, la pequeña Camila Ixchel decidió acompañarnos... Otra nota: ahora se agregó Sofía Valentina y Austin Manuel. ¡Los amamos, campeones!

miércoles, 9 de junio de 2010

XIV: En busca del pingüino rojo: unos ojos en la noche

Al final de la jornada, del pingüino rojo sólo teníamos algunas huellas.
―Mañana será otro día –dijo el señor Oliver con el buen ánimo de siempre. En un rato, como todo el campamento, formaba parte del coro de ronquidos.
No supe a qué hora me quedé dormido, pero al despertar había ante mí unos ojos enormes y brillosos, que me miraban fijamente.
―¡Shichh! Soy yo, Piecillos…
―¡Ah! –respondí todavía asustado, al tiempo que la luna asomaba detrás de una nube y Piecillos me hacía la seña de que lo siguiera.
Me condujo al otro lado del campamento y me mostró no sólo una huella de pingüino, sino varias decenas; parece que mientras nosotros descansábamos, una parvada de gordos pájaros rojos se divertía a nuestras costillas.
―¡Es el colmo! ¡Parece que andaban por aquí como si nada! –se sonrió Piecillos.
Seguimos el rastro río arriba hasta la base de un peñasco, donde extrañamente, desapareció entre la arena.
―Qué raro –exclamó Piecillos, las manos cruzadas a la espalda y caminando en círculos.
―¿Será cosa de magia? –pregunté.
―¡Como si un pingüino rojo en el desierto fuera lo más natural del mundo!
―Sí, es cierto –respondí un tanto nervioso. ¿Por qué tenía la sensación de que alguien nos espiaba?

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El pingüino rojo en el mundo