Al final de la jornada, del pingüino rojo sólo teníamos algunas huellas.
―Mañana será otro día –dijo el señor Oliver con el buen ánimo de siempre. En un rato, como todo el campamento, formaba parte del coro de ronquidos.
No supe a qué hora me quedé dormido, pero al despertar había ante mí unos ojos enormes y brillosos, que me miraban fijamente.
―¡Shichh! Soy yo, Piecillos…
―¡Ah! –respondí todavía asustado, al tiempo que la luna asomaba detrás de una nube y Piecillos me hacía la seña de que lo siguiera.
Me condujo al otro lado del campamento y me mostró no sólo una huella de pingüino, sino varias decenas; parece que mientras nosotros descansábamos, una parvada de gordos pájaros rojos se divertía a nuestras costillas.
―¡Es el colmo! ¡Parece que andaban por aquí como si nada! –se sonrió Piecillos.
Seguimos el rastro río arriba hasta la base de un peñasco, donde extrañamente, desapareció entre la arena.
―Qué raro –exclamó Piecillos, las manos cruzadas a la espalda y caminando en círculos.
―¿Será cosa de magia? –pregunté.
―¡Como si un pingüino rojo en el desierto fuera lo más natural del mundo!
―Sí, es cierto –respondí un tanto nervioso. ¿Por qué tenía la sensación de que alguien nos espiaba?
No hay comentarios:
Publicar un comentario