La música que escucha el pingüino rojo y sus cuates

LA MÚSICA QUE ESCUCHA EL PINGÜINO ROJO

Dedicatoria





Un pingüino rojo está dedicado a mi hermano Javier, porque me regaló mi primer libro y eso no se olvida; para mi mamá Alejandra, que supo desde el principio que tendría que batallar con mi carácter; para mi papá Fabián, al que apenas conocí pero todavía disfruto y quiero; para mamá Kika, que me malcrió (¡y me gustó!); para mi hermano Fabián y mis primos Alejandro, Gabriel y Willy, que nunca me dejaron solo en tantas y tantas travesuras; para mis hermanas Isabel, Berenice, María Elena y Cecy, que me conocen poco pero nos queremos mucho; para Patricia, Aida, Citlali, Alejandra y Gabriel flaco, primos que aceptaron tener un hermano mayor; para mis niñas Olivia, Ireri y Aranza, que aunque no me leen, están orgullosas de mí; para mis sobrinos Rodrigo, Fabiola, Andrea, Alexis, Angie, Andrei (con todo y mamá), Eduardo y Fabrizzio, por el miedo que tenían al "tío de lentes que inyecta y opera"; pero muy especialmente lo dedico a mis pacientitos que, en mi consultorio o en el hospital, me piden que les cuente uno de mis cuentos; y va también para todos aquellos que no se leen (porque ya es mucho rollo), pero saben que aquí están... Bienvenidos, pues y ¡comencemos la aventura! Nota: de última hora, la pequeña Camila Ixchel decidió acompañarnos... Otra nota: ahora se agregó Sofía Valentina y Austin Manuel. ¡Los amamos, campeones!

lunes, 23 de mayo de 2016

Retornos


La última vez que Claudio estuvo allí, su padre trabajaba en la construcción de una máquina del tiempo. Veinte años después, el lugar no había cambiado mucho, solo parecía ser más pequeño de como lo recordaba, quizá por esa compresión de tiempo y espacio que acompaña el paso de la infancia a la edad adulta.
―El destino no siempre está en nuestras manos ―le había dicho su padre aquella vez, desde la mesa de trabajo―. Ven y mira esto.
Claudio avanzó entre el laberinto de objetos cuya utilidad desconocía, pero que inquietaban su imaginación tanto como para desear apoderarse de uno de ellos y guardarlo en su mochila y, luego, con el pretexto de que no tardaría en pasar el autobús escolar, abandonar el taller.
―¿Qué caso tendría echar a correr y nunca detenerse, hijo? ―escuchó la voz de su padre, más seca y pausada; lo imaginó con el pelo revuelto, canoso; la mirada retraída en un punto del pequeño aparato que seguramente tenía entre las manos―. Aunque si lo vemos con detenimiento, eso es lo que hacemos siempre: correr y nunca detenernos.
Una sonrisa se dibujó en el rostro de Claudio: el único momento en que veía a su padre correr era en las mañanas, cuando abandonaba la cama deprisa, tomaba el café, casi hirviendo y desaparecía tras la puerta del taller. No, por más esfuerzos que hacía, no lograba hallar en su memoria una imagen de su padre correteando por el parque o detrás del autobús.
―Sabía que te encontraría aquí ―dijo Claudio; el hombrecillo flaco y desarreglado, esbozó una sonrisa―. Cierto: ¿dónde más podrías estar, papá?
―¡Cuánto has crecido, hijo! Cuando te fuiste eras apenas un chiquillo.
―Tú sigues igual. Quizás más delgado.
Padre e hijo se miraron como si trataran de corroborar la certeza de sus palabras, conscientes de que el tiempo es engañoso y la memoria frágil, que muchas veces se ve sólo lo que se quiere.
―Siempre viví esperando tu regreso ―dijo el viejo, emocionado―. Jamás pude hacerme a la idea de perderte, y menos cuando me di cuenta de que faltaba el reloj de tiempo inverso, en el que trabajaba la mañana que entraste aquí; me empeciné en creer que tú lo habías tomado, y veo que no me he equivocado.
―Perdón. Sólo quería que mis amigos del colegio vieran en lo que mi papá trabajaba… ―Claudio abre la mochila y entrega a su padre el viejo reloj; el anciano lo revisa, escucha, siente el tictac que late entre sus manos ―.  ¿En qué cosa trabajas ahora?
―En el mismo aparato de entonces, pero me hacía falta esta pieza.
―En verdad lo siento…
―No, está bien ―abre los brazos y estrecha a Claudio con la necesidad de los veinte años que les fueron robados. Luego se aparta pues sabe que debe volver a aquella última mañana con su hijo, antes de que éste tome el autobús al colegio y se pierda otros veinte años.

El pingüino rojo en el mundo