Conocí a Maca el día
que mi canica de la suerte cayó en una coladera.
—¡Imposible
dejarla ahí! —me dijo un hombrecito que en ese momento pasaba por el lugar—. Sé de muy buena fuente que si no la recuperas, la mala suerte caerá sobre ti. No querrás que eso suceda.
Debía
ser otro adulto que no recordaba que alguna vez fue niño. Pensé que trataba de
asustarme y no le di importancia a sus palabras. No así a la pérdida de mi canica. Se
preguntarán qué de importante puede tener una canica, que hay cientos, quizá miles
como aquella. Y tienen razón, pero cuando uno se acostumbra a tirar con una canica, no la dejas hasta que se estrella o se hace
pedacitos. Solo entonces le dices adiós y escoges otra.
—Intenta sacarla con ésto —me dijo el hombrecillo, ofreciéndome una cucharilla larga larga, que quien sabe de dónde sacó.
Cuando mi canica de la suerte estuvo fuera de la coladera, di las gracias al extraño y eché a correr en dirección a la
escuela, pues la campana ya estaba llamando a formación.
Después sabría que aquel señor se llamaba Maca y que tenía un local en el portal que está
frente al jardín. Un taller de reparación de mentiras.