Dedicado a todos los niños en su día,
en especial a Gabriel García y Fabián Ortiz,
que nunca patearon un balón;
pero sobre todo a las niñas
que les gusta el futbol.
Un estruendo de
vidrios rotos levanta a la mujer del sillón y la conduce hasta la ventana que
da al jardín. Del otro lado de la verja, no hay nadie. Tembloroso entre las
cortinas y fragmentos de vidrio, un viejo balón de fútbol trata de
pasar desapercibido.
—¡Por
Dios! ¡Mira nada más lo qué has hecho! —espeta la mujer, levantándolo del piso
y mirándolo a la cara.
El balón —acostumbrado a una vida de patadas— se estremece entre las manos de
la furibunda mujer. Quisiera disculparse y decirle que, si se ven las cosas con
serena imparcialidad, él es el menos culpable de tan bochornoso incidente. Que
pudo haberse ponchado y ¡adiós juegos! Además, que en todo caso, esto debería
charlarlo con el Chueco García Ortiz, un chiquillo poseedor de dos magníficos pies
izquierdos, y aconsejarlo, porque de seguir así, seguramente nunca llegará a la
selección de fútbol. Quizás a ella sí la escuche...
La mujer, que no está de ánimo para interpretar el pensamiento de
un balón rompe vidrios, se guarda su enojo y de una tremenda patada envía al intruso de
vuelta a la calle.